No era una noche como las demás.
No por el cielo estrellado que cubría las montañas, ni por el murmullo del viento que acariciaba los árboles altos que rodeaban el complejo de cabañas.
Era distinta porque Valery se sentía parte de ese mundo tan frágil y cálido.
Un mundo humano, uno donde las palabras no pesaban siglos, donde el amor no era una condena ni una trampa disfrazada de caricia.
Esta noche, lo que habitaba en su pecho no era hambre… era esperanza.
Jacob la tomó de la mano con naturalidad, como si aquel gesto cotidiano tuviera el poder de sellar destinos, salieron por un sendero de piedra hacia la parte trasera del complejo, donde una terraza común reunía a varias parejas alrededor de una gran fogata.
El aire era fresco, cortante incluso, pero el ambiente lo contrarrestaba con vino caliente, mantas sobre las piernas y risas que estallaban sin vergüenza.
El olor a madera quemada se mezclaba con el dulzor del chocolate derretido y el ácido suave del vino tinto. Valery se dejó en