El silencio de la madrugada se sentía pesado, casi opresivo.
Cada golpe del carruaje sobre el suelo húmedo, el resoplido de los caballos y la lluvia que comenzaba a caer rompían esa quietud inquietante. Todo lo demás parecía suspendido en una calma tensa, como si el mundo contuviera la respiración.
La situación era crítica.
Hansen y Leah habían desaparecido. Nadie sabía nada de ellos. Según Angel, ni aliados ni enemigos habían dado con su paradero. Era un consuelo frágil, una promesa débil de alivio, pero alivio al fin: saber que no estaban en manos de Uriel al menos me permitía respirar con algo menos de angustia.
Mientras tanto, Nuriel y Nora seguían en el palacio. Su obstinación era legendaria. No abandonarían hasta recuperar ciertas cosas que consideraban esenciales. Me preocupaba, pero los conocía lo suficiente como para saber que, si habían decidido quedarse, no se moverían hasta cumplir