Negué con la cabeza una y otra vez, incapaz de aceptar lo que mis oídos acababan de escuchar.
No, no podía ser real. No podía decirme eso. Pero antes de que lograra pronunciar palabra, ella me silenció con una firmeza que cortó el aire entre nosotras.
—Aylen, debes irte. No te lo estoy pidiendo. Te lo estoy ordenando.
Su voz cambió. Ya no era la voz cálida que conocía, ni la de la mujer que me había amado con ternura y paciencia. Era la voz de una líder. De una emperatriz. Una que no podía permitirse temblar, una que había aprendido que las decisiones más duras se toman con el corazón en carne viva.
Solo usaba ese tono cuando no quedaba otra salida, cuando necesitaba dejar claro que no habría espacio para súplicas ni promesas.
Sabía lo terca que podía llegar a ser. Sabía que, si no hablaba así, jamás me convencería de dar ese paso.
—No puedes ordenarme así… como s