El día había llegado.
Desde mi habitación, los sonidos que se filtraban a través de los muros del palacio me recordaban a los días de festival: voces que subían y bajaban en un murmullo constante, risas nerviosas, pasos apresurados que hacían crujir los suelos de piedra, el roce metálico de las armaduras, el traqueteo de los carruajes llegando a los portones principales.
Una sinfonía caótica que, en cualquier otro momento, habría sonado alegre.
Pero no hoy.
Hoy no se celebraba la abundancia ni la unidad.
No había niños danzando en las plazas ni faroles encendidos en las calles. Hoy, el usurpador subiría al trono.
Uriel.
Su nombre tenía el sabor amargo del veneno. Pensar en él envuelto en el manto imperial, con la corona de los antiguos emperadores sobre la cabeza, me revolvía el estómago.
Él, que había traicionado a todos; él, que había convertido la grandeza en f