—Necesito acceder al almacén.
Sus cejas se alzaron un poco; bastó ese gesto para desenmascarar la sorpresa. Me examinó con intensidad, luego frunció el ceño, dubitativo.
—Señorita... —murmuró, vacilante.
No insistí.
Sabía que no debía forzarlo.
El silencio que siguió fue breve, pero pesado de sentido. Algo cambió en su mirada: un brillo de resolución se asomó, y tras unos segundos de deliberación, asintió.
—Por supuesto. Ven conmigo.
Anduvimos la cocina como si fuéramos dos piezas más del bullicio; nadie nos detuvo, nadie reparó en nosotros. La jornada tenía a todos demasiado ocupados para fijarse en un detalle más.
Paramos frente a la puerta del almacén: madera antigua, oscura, reforzada con hierro. El cocinero deslizó un manojo de llaves del cinturón con gesto rápido y abrió la cerradura.
El aire adentro era distinto: más denso, húmedo, cargado del olor pr