No quería quedarme a solas con él.
Cada fibra de mi cuerpo se rebelaba. Cada segundo a su lado era una tortura que se estiraba hasta hacerse insoportable. Mis muñecas ardían donde los guardias apretaban; sus manos eran fierros al rojo vivo.
Intenté zafarme con desesperación, pero cuanto más forcejeaba, más apretaban, como si sus dedos fueran garras que se hundían para sujetarme a la realidad que quería negar.
—Me fascina esa mirada tuya —murmuró, acercándose con la calma siniestra de un depredador—. Me miras como si de verdad me odiaras...
Se plantó frente a mí y, con un gesto brusco, cerró los dedos sobre mi mandíbula. Me obligó a alzar la cabeza; me sostuvo como quien exhibe una muñeca frágil, midiendo el punto exacto en que esa fragilidad puede romperse.
Sentí la presión de sus manos clavándose en la piel: lo suficiente para humillar, no tanto como para dejar cicatrices visibles. Sus ojos buscaban los míos con