El reloj del salón marcaba el paso del tiempo con una lentitud insoportable.
Cada segundo caía como una gota de plomo, estirándose hasta doler.
Finalmente, cuando Uriel terminó de saciarse de vino y arrogancia, dejó su copa sobre la mesa con un suave clic. El sonido, tan leve, retumbó en mi cabeza como una advertencia.
Lo vi levantarse.
Su silla crujió, y el ruido fue la campanada de algo que estaba por comenzar.
Avanzó hacia mí con pasos lentos, seguros, casi perezosos. Su larga cabellera oscilaba con cada movimiento, enmarcando ese rostro hermoso y cruel que parecía tallado para el pecado. Cada paso suyo hacía que mi cuerpo temblara un poco más. Sentía que estaba atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.
Sin una palabra, me tomó el rostro con una mano, con una brusquedad innecesaria que me hizo doler las mejillas. Sus dedos se hundieron en mi piel como garras. Alcé las manos para ap