Invierno.
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Mi cuerpo se sentía pesado, como si cada extremidad estuviera hecha de plomo.
Los párpados me ardían, y solo intentar abrirlos se volvió una tarea extenuante. Una sensación cálida me envolvía, pero no era consuelo: era el ardor febril que anuncia la enfermedad, sutil y persistente.
Inspiré con dificultad, y tras varios parpadeos torpes logré entreabrir los ojos. La luz del amanecer se filtraba por la ventana, difusa, dorada… pero hiriente. Tardé unos segundos en acostumbrarme.
No reconocía el lugar.
Paredes claras, muebles sencillos, un aroma dulce flotando en el aire… ¿flores? ¿hierbas medicinales? Estaba acostada en una cama extraña, con sábanas limpias pero ajenas. El corazón me latía con un desconcierto casi infantil.