Los días se alargaban, pero el tiempo ya no parecía tener significado para mí. Cada noche, la luna me miraba, cada vez más distante, cada vez más fría. Susurros de oscuridad recorrían mi alma, y algo dentro de mí se rompía poco a poco. Mi piel, que antes había sido un refugio, ahora me parecía una jaula, una que no podía controlar. Las cicatrices que aparecían en mi cuerpo no sanaban; se alargaban, se abrían y se cerraban, como si la magia lunar que me consumía estuviera fragmentándose.
Me miré al espejo esa mañana. Las marcas en mi piel no se veían solo como simples cicatrices; eran grietas, fracturas en mi ser. De vez en cuando, sentía que la luna me estaba atravesando, que estaba llegando hasta lo más profundo de mi alma y desterrando lo que