No es fácil ser una madre soltera, especialmente cuando no tienes ni una moneda en tu bolsillo. Amelia Delgado nunca pensó que algún día la echarían de su casa por estar fuera del matrimonio, mucho menos que por la pobreza se convertiría en una dama de compañía y tendría que dejar a su hija recién nacido en la puerta de un orfanato. Pero esto no significaba que había renunciado a su propia hija. Trabajó duro todos los días y ahorró, con la esperanza de tener suficiente dinero para llevarse a su hija salir y comenzar una nueva vida. Amelia iba al orfanato a visitar a su hija cada vez que tenía tiempo. Aunque luego descubrió que su pequeña nació sorda ella seguía siendo su ángel. Hasta que un día, un hombre se llevó a su hija y la adoptó, y peor, ese hombre no es cualquiera, sino el poderoso magnate Alejandro Valente. —¡Ella es mi hija! —No, ella es mía. Y tú, no mereces ser su madre, o decir, ¡ una madre!
Leer másLa lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe las razones, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.
—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.
Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido de la ciudad.
El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha. Pero era el único lugar donde podía estar.
Así pasó noches de insomnio, de llantos, entre susurros y toses, en esa pequeña estancia llena de sombras, donde los rostros familiares de su infancia habían sido sustituidos por miradas cansadas y un resentimiento latente que emanaba de la madre de su reciente amiga, como un vapor asfixiante y venenoso.
—¿Cuándo te vas a ir de aquí? No puedes seguir viviendo con nosotros —se escucharon las palabras de la mujer días después, afiladas como puñales —, y ni creas que cuando nazca esa criatura que tienes en la tripa vas a vivir con nosotros. Busca para dónde irte.
Ese era su pan de cada día, y Amelia salía en busca de trabajo, enfrentando un mundo que parecía girar, sin notar su existencia, sin tener siquiera compasión de ella, por más que se esforzara, no encontraba nada, los esfuerzos eran inútiles, es como si todo estuviera en su contra y cada día sentía que perdía las fuerzas.
Hasta que un día pensó que la suerte le sonreía y encontró un lugar, un cafetín humilde, donde cada taza servida era un paso minúsculo hacia una nueva vida.
Pero la fortuna le era esquiva. Dos semanas después de estar trabajando, iba a tomar una orden y su compañera malintencionada y envidiosa porque le daban más propina a ella, la acusó injustamente y, con una sonrisa, metió el pie.
—¡Ay, me tumbó! —gritó.
Armó un escándalo mientras los platos caían en el suelo estrepitosamente, provocando un desastre y partiéndose en su caída.
Todas las miradas se posaron en ellas y esa fue la oportunidad de la mujer acusarla.
—¡Ella me metió el pie a propósito! —exclamó victimizándose.
—¡No es cierto! Yo no lo hice —trató de defenderse Amelia, pero enseguida vino el dueño del lugar y sin compasión la echó.
—¡Estás despedida! Y olvídate del pago de esta semana, esos quedan por los daños que causaste.
Amelia salió del lugar con lágrimas en los ojos, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros. Caminó sin rumbo por las calles, acariciando su vientre, preguntándose cómo iba a sobrevivir ahora. Estaba de nuevo sin trabajo, despojada de su único medio de subsistencia.
Las monedas en su bolsillo eran tan escasas como los momentos de paz, y su estómago conocía mejor el dolor que la saciedad.
La preocupación anidaba en su mente, un ave negra de presagio sombrío ante la inminencia del parto. Su propio padre figura distante que una vez firmó cheques para su bienestar, ahora había borrado su nombre de la nómina de su seguridad social con un gesto de abandono definitivo.
Mes tras mes, la angustia crecía como maleza en su pecho. Cada intento por escapar de la fosa de miseria parecía caer en el vacío más profundo.
Y así, mientras la noche devoraba las últimas luces de Brownsville, Amelia derramaba lágrimas en silencio, interrogando al cielo con una voz ahogada por qué había elegido ensañarse en contra de ella. Una mujer que solo buscaba refugio para su niña aún no nacida, un poco de compasión en un mundo demasiado cruel, que parecía haberse olvidado cómo amar.
El tiempo fue pasando. Y en un momento, Amelia sintió las contracciones más fuertes, respiraba entrecortadamente y el frío se filtraba a través de las suelas de sus zapatos gastados mientras entraba tambaleándose en el callejón sombrío.
Los agudos dolores del parto la atenazaron, una marea implacable que se negaba a disminuir. No pudo seguir avanzando, y entonces, allí, bajo la pálida luz de una farola parpadeante, sin otro santuario, que las paredes de las casas hechas jirones que se hacían eco de sus gritos, Amelia trajo al mundo a su hija con la ayuda de Nubia, quien, se convirtió en su ancla, sus manos firmes mientras acunaban la nueva vida que surgía en la penumbra.
—Es una niña —, susurró su amiga, con un temblor de asombro en el simple anuncio.
Cuando Amelia sostuvo a su hija en brazos por primera vez, se maravilló de los diminutos dedos que la agarraban con fuerza ingenua.
El amor surgió en su interior, feroz y protector, pero entretejido con un dolor punzante.
—No puedo permitir, no quiero que mi hija herede la cruda realidad en que vivo —dijo en voz alta y quebrada, aunque las palabras iban dirigidas más a sí misma.
Con cada respiración temblorosa, Amelia juró protegerla de la crueldad que había marcado su propia carne y espíritu.
—Te voy a proteger mi pequeña ¡Juro que lo haré! —dijo con un largo sollozo.
Horas más tarde, en compañía de Nubia, se acercó al lugar que consideraba un refugio. Pero la visión que la recibió acabó con cualquier ilusión de esperanza.
Sus pertenencias estaban esparcidas, tiradas como basura en la calle. La puerta se abrió de golpe y la voz de la madre de su amiga, se escuchó teñida de odio.
—Lo siento, pero aquí no puedes quedarte más, ¡Debes buscar a dónde irte!
Las palabras de la mujer flotaron en el aire, hundiendo cada vez más a Amelia en la miseria y tristeza. Acunó a su hija en sus brazos, y aún con la debilidad que sentía en su cuerpo, deambuló sin rumbo fijo, con sus plegarias en silencio lanzadas hacia el cielo.
Fue entonces cuando el orfanato se alzó ante ella, su imponente fachada, una agridulce promesa de posibilidad.
—¿Será posible que ella esté bien allí? —murmuró Amelia, con la pregunta como un trozo de hielo en el corazón—, pero no tenía otra opción.
Envolvió a su hija en la única manta que podía permitirse, un delgado escudo contra el frío y la maldad del mundo, la colocó con cuidado en la entrada del orfanato.
—Lo siento, mi niña —, susurró, y sus palabras fueron una frágil caricia en la mejilla de la niña. —No tengo cómo alimentarte, porque ni siquiera leche me sale, ni cómo cuidarte, ni un techo para poner sobre tu cabeza, pero te juro que esta situación no será para siempre. Voy a salir adelante y algún día volveré por ti.
Su determinación vaciló, la promesa era un salvavidas lanzado a un futuro incierto.
Al pulsar un botón, la campana sonó en medio del silencio y su sonido marcó a la vez un final y un principio. Amelia miró con los ojos empañados por las lágrimas a escondidas, mientras la puerta se abría y unos brazos se extendían para tomar a su hija. Se dio la vuelta antes de que la puerta se cerrara y su alma se fracturó en un profundo dolor, cada pieza un testimonio del amor que sentía por la hija que había dejado atrás.
Pasaron seis años, llenos de cambios, crecimiento y un sinfín de recuerdos entre Houston y Nueva York. La empresa de Sergio había crecido con fuerza, atrayendo el interés de grandes inversionistas internacionales. Así llegó la oferta de una transnacional asiática que prometía llevar su empresa al siguiente nivel. La oportunidad era única y aseguraba un futuro próspero, pero tenía un costo: para lograrlo, Sergio tendría que mudarse con su familia durante seis años. Una tarde, mientras Sergio se encontraba en su oficina, sopesando las implicaciones, sus pensamientos fueron interrumpidos por Naomi, que, percibiendo su tensión, se acercó y le abrazó suavemente por detrás.—Mi amor, ¿qué te preocupa tanto? —le susurró—. ¿Sabes qué puedes contarme?Sergio sonrió, agradecido por la intuición de su esposa.—¿Cómo haces para saber siempre lo que me pasa? —le preguntó con una media sonrisa.Naomi rió suavemente.—Es porque te amo demasiado, y presiento lo que te ocurra, así que no hay nada qu
El tiempo fue pasando rápidamente, y en un abrir y cerrar de ojos, se cumplió el primer año de vida de Apolo y Nohelia. Las familias Valente y Castillo, que se habían mantenido en contacto constante, aprovecharon la ocasión para reunirse en Houston, en la casa de Sergio y Naomi. A pesar de la distancia, la amistad entre ellos se había intensificado, fortalecida por experiencias compartidas y el cariño que unía a los más pequeños.Ese día, la casa de los Castillo lucía decorada de manera encantadora. Globos de colores adornaban los jardines, y una mesa repleta de dulces y pasteles temáticos recibía a los invitados. Las risas y las conversaciones llenaban el aire, enmarcando la celebración con un ambiente cálido y acogedor. Sergio y Naomi, anfitriones orgullosos, no podían ocultar la alegría que sentían al ver a todos reunidos para celebrar la vida de los pequeños.Esmeralda, radiante y con una sonrisa constante, estaba acompañada por su nuevo esposo, el doctor Garniel, con quien se
Naomi contuvo la respiración, su corazón latiendo con fuerza ante la revelación de Marina. La tensión en la habitación era palpable, como si el aire mismo se hubiera vuelto denso y pesado. Sergio, por su parte, se quedó inmóvil, su rostro una máscara de incredulidad.—Pueden ir a la habitación contigua y así hablan con comodidad —expresó Alejandro mientras los guiaba a un salón donde los dejó a los cuatro y se llevó Alexandre,—¿Crisis? —murmuró finalmente Sergio, su voz apenas audible—. ¿Cómo es posible? Las empresas Castillo siempre han sido...—Invencibles, lo sé —interrumpió Marina, su voz quebrándose ligeramente—. Pero los tiempos han cambiado, hijo. Necesitamos tu visión, tu talento. Sin ti, todo por lo que hemos luchado se desmoronará.Naomi observó a su esposo, notando cómo sus hombros se tensaban bajo el peso de la confesión de su madre. Conocía demasiado bien esa mirada en sus ojos, esa lucha interna entre el amor por la empresa familiar y lo nuevo que había construido con s
Días después.Tras unos días de recuperación en el hospital, Naomi y su hija recibieron el alta médica. Alejandro y Amelia ofrecieron a Sergio y su familia un ala de su casa para que pudieran recuperarse y descansar sin prisas, algo que Sergio aceptó con gratitud, sobre todo porque no quería arriesgarse en volar con ellas hasta Houston, porque quería estar seguro de que estaría bien. Así que habilitó el espacio, teniendo que adquirir muchas cosas que ya tenían en su casa, pero que eran necesarias para la comodidad de su hija y Naomi, porque la princesa quiso nacer en Nueva York. Además, deseaba que su esposa estuviera cómoda y bien atendida, especialmente después del esfuerzo que significó el nacimiento de su hija.Cuando llegaron a la casa, los cuatro, las dos madres, Apolo y Nohelia, como le habían puesto a la pequeña, Alejandro y Esmeralda, los estaban esperando. Habían organizado una pequeña fiesta de bienvenida para celebrar la llegada de los bebés.Adornaron la sala principal
La llegada prematura de la hija de Sergio y Naomi se convirtió en una carrera contra el tiempo. Sergio, a pesar de su carácter fuerte, sintió los nervios a flor de piel mientras caminaba con su esposa a la sala de emergencias. El personal médico los vio, y fue a su encuentro con rapidez y profesionalismo, y Naomi, aunque asustada, trataba de mantenerse calmada mientras Sergio le ofrecía palabras de apoyo.—Tranquila, mi amor, te prometo que todo estará bien.Alejandro, que había decidido acompañarlos hasta la sala de emergencias, le dio a Sergio una palmada en el hombro y le susurró al oído.—Escucha, amigo, no vayas a ver nada que no sea a tu mujer mientras está pujando, ¿me entiendes? Te lo digo en serio. Si te atreves a mirar… vas a acabar en el suelo, igual que yo. No me hagas quedar mal, ¿de acuerdo? —dijo Alejandro, intentando romper la tensión con una sonrisa burlona.Sergio asintió con una media sonrisa, consciente de que Alejandro tenía razón. Sabía que su amigo había tenido
Al llegar al hospital, el médico revisó a Amelia y al bebé, confirmando que ambos estaban en perfectas condiciones. La alegría en el rostro de Alejandro era evidente mientras acompañaba a su esposa y a su hijo hasta la habitación privada que les asignaron. Allí, por fin pudieron relajarse después de la intensidad del parto en casa.Unas horas después, Esmeralda y Anaís llegaron para conocer al nuevo miembro de la familia. La emoción de Anaís era palpable; apenas podía contener su entusiasmo cuando vio a su hermanito envuelto en suaves mantas blancas. —¿Puedo alzarlo? —preguntó la pequeña con una mezcla de curiosidad y emoción, mientras miraba con asombro al pequeño rostro que apenas había llegado al mundo.—Claro —dijo Amelia.—Ven y te ayudo mi niña —se ofreció Esmeralda,Con cuidado, su abuela se lo puso en los brazos, mientras Anaís no dejaba de sonreír emocionada.—¿Cómo vamos a llamar a mi hermanito? —preguntó Anaís, sus ojos brillando conmovida, sin apartar la vista del bebé.A
Último capítulo