El avión cortaba el cielo como si partiera la noche en dos, y Luciano no podía dejar de mirar por la ventanilla. Las luces lejanas de las ciudades que dejaban atrás parpadeaban como si alguien encendiera y apagara estrellas. A su lado, Gabriele dormía con la cabeza apoyada en su hombro, tranquilo… o eso parecía. Luciano bajó la mirada y lo observó en silencio por un buen rato, con una mezcla de ternura y miedo.
—¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? —susurró, sin estar seguro si hablaba para sí o para él.
Gabriele abrió los ojos lentamente, como si ya estuviera despierto antes de que Luciano terminara de hablar.
—¿Dime que es lo más raro? —preguntó.
—Que no tengo miedo de perderlo todo… —suspiró. — Lo que realmente me da miedo es perderte a ti.
Gabriele se enderezó en el asiento, con esa mirada serena y brillante que siempre tenía cuando algo le importa de verdad.
—No me vas a perder, Luciano. —Le apretó la mano con fuerza, entrelazando sus dedos como raíces que se entierran juntas