Había pasado una semana. Luciano estaba solo en su oficina, perdido en medio de un trabajo que parecía no tener fin. La luz de la tarde teñía las paredes de dorado, pero él seguía mirando fijamente la pantalla frente a él. Quería adelantar trabajo porque, a las 4 de la tarde, tenía que llevar a Gabriele al psicólogo. Los correos seguían llegando uno tras otro, sin que los abriera, y en media hora tenía una reunión importante.
Una sensación de presión le apretaba la nuca; quería terminar cuanto antes. Su teléfono sonó varias veces. Lo tomó, miró la pantalla y vio que era una llamada de uno de sus guardaespaldas.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Lo tenemos, señor Vaniccelli —contestó la voz al otro lado. — Lo hemos atrapado, esta noche lo llevaremos a Milán.
Por un momento, Luciano se quedó sin respiración. Era una excelente noticia, por fin podría limpiar el nombre de Gabriele.
—Bien —dijo, con un tono que ocultaba sus verdaderas intenciones. — Mantén esto con mucha discreción.
Sin decir más,