Una semana después, la ciudad parecía contener el aliento, como si toda ella estuviera a punto de explotar en cualquier momento.
El juicio empezó en medio de un cielo gris sobre Milán, como si incluso el clima supiera que ese día nadie saldría ileso. Gabriele caminaba entre los pasillos del tribunal con la cabeza en alto, pero sus manos temblaban dentro de los bolsillos de su abrigo negro. Iba acompañado por Luciano, que no lo soltó en ningún momento. También estaban sus padres, su hermana, su amigo Damián y Alessandro.
Afuera, el ruido, las cámaras y los gritos llenaban el aire, pero dentro de él todo era silencio, salvo por un ligero y desesperado golpe en el pecho. Cuando los flashes de los fotógrafos estallaron al cruzar la puerta, Gabriele casi cerró los ojos, pero se obligó a mirar de frente. Había llegado demasiado lejos para esconderse ahora.
La sala del tribunal era grande y fría, con bancos de madera, caras tensas y murmullos que flotaban como humo denso. Allí estaban ellos: