Mi abuelo, el respetado Yeon Min, fue el fundador de Min Wines, y junto a mi abuela, construyó uno de los viñedos más importantes del país. La historia era casi poética: sus padres eran amigos, sus hijos se casaron, y de ese amor nació una empresa legendaria. No solo cultivaban uvas, cultivaban legado.
Recuerdo verlos de niña y pensar que su amor era sacado de una película antigua—cariñosos, siempre cercanos, con una complicidad silenciosa que me hacía sentir a salvo. Hasta que, de pronto, se apagó. Nadie gritó, no hubo escándalo. Solo aceptaron que estar juntos se había vuelto una costumbre bonita. Extraño, si me preguntas... pero había una madurez en esa decisión que solo ahora empiezo a entender.
Ellos fueron más que abuelos para mí. Fueron padres. De mi familia materna no sabía casi nada. Mi madre dejó su hogar a una edad que nadie menciona, y cualquier pregunta sobre su pasado era un muro de silencio. Un tema prohibido.
Mis abuelos, en cambio, eran un ejemplo de amor con mi padre