Llegué a la clínica de psiquiatría, perdida entre árboles y caminos que parecían eternos. Más que una clínica, parecía un refugio olvidado, un lugar donde el tiempo se detenía. El aire estaba cargado de un silencio extraño, y no podía comprender cómo los médicos podían existir aislados del mundo.
En la puerta, me encontré con Félix. Ambos respirábamos con dificultad, las manos temblorosas, los ojos buscando fuerza en el otro. Mi corazón latía tan rápido que temía que me fuera a explotar el pecho.
Todo se derrumbó cuando pasamos el primer filtro. Una enfermera nos recibió en la recepción: clara, amable, eficiente. Pedía los nombres del paciente con una calma que contrastaba con nuestro caos interior. Félix tomó la iniciativa, su voz apenas un hilo de seguridad:
—Alice… Yu —dijo, tragándose el nudo que le apretaba la garganta.
—Caso especial —murmuró la enfermera para sí misma, mientras sus dedos tecleaban con rapidez.
Nos miramos, conteniendo la tensión y el miedo, como si el