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3. Espero solo sean malas ideas mías

La mañana siguiente llegó más rápido de lo que Lilia hubiera querido. Apenas había dormido un par de horas. Se había vestido con sencillez, pero con cuidado. Mientras avanzaba por las calles del este de Nueva York, sentía mariposas en el estómago y una ansiedad que le apretaba el pecho.

El edificio de la empresa se alzaba elegante y moderno, con una fachada de vidrio que reflejaba el cielo grisáceo de la ciudad. Al entrar, fue recibida por un espacio amplio, decorado con tonos neutros, luces tenues y una atmósfera silenciosa. Se acercó al mostrador de la recepción, donde tres mujeres, impecablemente vestidas, platicaban entre sí mientras tecleaban sin mirar.

—Buenos días —dijo Lilia, sonriendo con educación—. Vengo a presentarme. Soy Lilia Herrera, tengo una cita a las nueve.

Una de las recepcionistas, una mujer de cabello perfectamente alisado, uñas largas y una expresión entre el aburrimiento y el fastidio, la miró de arriba abajo como si la estuviera evaluando.

—Ah, sí. La nueva. —Revisó una nota en su computadora sin apurarse—. El señor Arriaga la está esperando en el piso dieciséis. Puede tomar el elevador. —Dijo esto sin mirarla de nuevo, volviendo de inmediato a su teclado.

Lilia asintió y dio las gracias, aunque no obtuvo respuesta. Caminó hacia los ascensores, sosteniendo su carpeta contra el pecho, con el corazón golpeándole las costillas.

Justo cuando pisó el tapete frente a los elevadores y presionó el botón, escuchó claramente los susurros detrás de ella.

—¿Esa es la nueva? —murmuró una de las recepcionistas, sin molestarse en bajar demasiado la voz.

—Con esa cara bonita, seguro va a ser la nueva amante del jefe —respondió otra, soltando una risita venenosa.

Lilia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Cerró los ojos un segundo. El elevador se abrió con un leve ding. Entró sin voltear, con la mirada firme y los hombros erguidos. No iba a permitir que los comentarios malintencionados marcaran su primer día.

El elevador se detuvo en el piso 16 y las puertas se abrieron lentamente. Lilia respiró hondo una vez más antes de salir. El pasillo era amplio y al fondo colgaba una placa dorada sobre una puerta: Gerencia.

Se acercó con paso firme, aunque sentía los latidos en la garganta. Frente a la puerta, sentada detrás de un escritorio de madera oscura, estaba una mujer de rostro anguloso, maquillaje perfecto y expresión helada. Traía la ropa muy ajustada y corta.

Lilia se detuvo frente a ella y sonrió con educación.

—Buenos días. Soy Lilia Herrera. Tengo una cita con el señor Arriaga.

La mujer la observó con una ceja levantada, sin responder de inmediato. La recorrió con la mirada de pies a cabeza. No dijo nada sobre su llegada. Simplemente se levantó, caminó hasta la puerta del despacho, tocó dos veces con los nudillos y abrió apenas un poco.

—La señorita Herrera —anunció con un tono bajo.

Una voz grave desde adentro respondió:

—Que pase.

La mujer se hizo a un lado sin volver a mirarla, y Lilia entró.

El hombre detrás del escritorio era bajo, corpulento, con la camisa tensada en la zona del abdomen y una cadena gruesa de oro era visible entre los botones. Su calva relucía bajo la luz, y tenía unos ojos pequeños y astutos que, en cuanto la vio entrar, se clavaron directamente en ella.

La recorrió con descaro, deteniéndose con descarada lentitud en su pecho, lo que hizo que Lilia apretara la carpeta contra si de forma instintiva.

—Tome asiento, señorita —dijo finalmente, sin molestarse en disimular su mirada.

Ella obedeció, intentando mantener la compostura mientras la secretaria cerraba la puerta tras ella y desaparecía del despacho.

—Me han hablado muy bien de usted —dijo el hombre, acomodándose en la silla con una sonrisa que pretendía ser amable, pero se sentía viscosa—. Dicen que tiene talento… y que es trabajadora.

—Gracias. Estoy aquí para demostrarlo con hechos.

El hombre soltó una risa baja y seca, con terminaciones como sonidos de cerdo.

—Muy bien. Pero hay algo que debe entender, señorita Herrera —dijo, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. En esta empresa… mantener el trabajo depende exclusivamente de mí. Yo decido quién se queda… y quién se va. Así que no solo se trata de talento, sino de saber comportarse. De lealtad. De… saber agradar. Ya sabe.

Sus palabras flotaron en el aire como un veneno suave. Lilia sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Entiendo —respondió con voz serena, aunque por dentro hervía—. Y confío en que mis resultados serán suficientes para agradar.

El hombre alzó las cejas, sorprendido por su respuesta tan firme, y luego rió entre dientes.

—Eso espero. Me gusta la gente segura. La espero el próximo lunes.

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La tarde caía con lentitud sobre la ciudad, tiñendo los edificios de un tono ámbar mientras Lilia caminaba de regreso a casa. Sentía el cuerpo cansado, no por el trabajo, que aún no empezaba formalmente, sino por la tensión acumulada en cada músculo.

Cuando llegó al departamento, el olor a algo dulce y tostado le dio la bienvenida. Abrió la puerta, y la calidez del hogar la envolvió al instante.

—¡Mami! —gritó Luna desde la sala, corriendo hacia ella con una sonrisa amplia—. ¡Mira! Estoy jugando con Leo—. Dijo señalando con su manita regordeta.

Lilia la abrazó y miró hacia el interior. Sentado en la alfombra, un niño de unos ocho años, delgado y de cabello castaño alborotado, le devolvió una sonrisa tímida mientras sostenía un auto de juguete.

—Hola —dijo él con voz suave.

—Hola —respondió Lilia, sonriendo. Entonces notó otra presencia más en el pequeño comedor.

—Hola, Lilia —saludó una mujer morena, de rostro sereno y mirada amable—. Soy María, la esposa de Andrés. Espero que no te moleste que hayamos venido. Teníamos muchas ganas de conocerte.

—Y de conocer a esta preciosura —añadió, mirando a Luna con cariño.

—Claro que no —respondió Lilia—. Es un gusto, de verdad y estoy muy agradecida con ustedes por toda la ayuda que me han dado.

Andrés apareció desde la cocina con una bandeja de galletas recién horneadas y una sonrisa en el rostro.

—Luna y Leo se cayeron bien de inmediato —agregó María, sonriendo.

Lilia se sintió un poco abrumada al principio, pero pronto se dio cuenta de que no era una invasión, sino un gesto genuino.

—Gracias. En serio —dijo con sinceridad—. Me hace sentir… menos sola.

—No estás sola, Lilia —dijo Andrés con voz firme—. Y si algo me enseñó la vida es que la familia no siempre es la que te toca, sino la que eliges y la que se queda.

María asintió, mientras servía té en tazas modestas pero limpias.

—Además, Leo está feliz. Dice que Luna dibuja mejor que él. Creo que ya tiene competencia.

Luna y Leo jugaban en la sala, ajenos a los adultos, riendo mientras compartían hojas de colores.

Lilia se sentó junto a ellos, permitiéndose respirar. Había sido un día difícil. Un comienzo retador. Pero se sentía cómoda con ellos.

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