—¡Mamá, mira, mira! ¡Un avión! —se escucha la dulce vocecita de una niña pequeña, mientras señalaba con sus manitas regordetas hacia el cielo. Su entusiasmo era tan contagioso que varias personas voltearon a mirarla con una sonrisa. Con su vestido color pastel, sus grandes ojos brillantes y su cabello recogido en dos coletas, parecía una muñeca viviente, solo que mucho más encantadora por su risa genuina y chispeante vitalidad.
—Sí, mi cielo. ¿Estás emocionada por subirte a uno? —respondió Lilia, sonriéndole con ternura.
—¡Siii! —gritó la pequeña, dando un pequeño saltito.
Varios de los presentes en la sala de espera del aeropuerto se detuvieron a observar ese breve intercambio lleno de dulzura entre madre e hija. Fue un momento cálido, como una pausa amable en medio del ajetreo de los vuelos y las despedidas.
Lilia, sin embargo, sentía una punzada de nerviosismo en el pecho. Casi seis años habían pasado desde la última vez que pisó esa ciudad… la misma que alguna vez llamó hogar. Si hubiera podido evitarlo, jamás habría vuelto a Estados Unidos. Pero la vida no le había dejado elección.
Había recibido una oferta de trabajo que no podía rechazar. La empresa, una firma emergente en el mundo del diseño textil, se había ganado rápidamente una buena reputación. Un viejo amigo de confianza, Andrés Ríos, la había recomendado para el puesto. Él conocía su talento, su necesidad y, sobre todo, su historia.
Y es que Lilia no había huido del país por gusto. Lo había hecho con el corazón hecho pedazos y la dignidad triturada. Su familia —conservadores por tradición, propietarios de una cadena de pequeños negocios— la repudió cuando se enteraron de su embarazo. La habían criado con la idea de la perfección, del deber, del “qué dirán”. Pero nada de eso importó la noche en que su mundo colapsó.
Había terminado con William Flores, su novio de toda la vida, al descubrirlo en la cama con una de sus mejores amigas. Fue una traición tan cruel como inesperada. Aquella noche, cegada por el dolor y el alcohol, buscó refugio en un bar cualquiera. Lo siguiente que recordaba era despertar en la suite de un hotel, sin saber cómo había llegado allí, ni con quién.
De esa noche nebulosa, llena de confusión y vacío, había nacido lo más valioso de su vida: su hija, Luna.
Durante los últimos años, Lilia había trabajado sin descanso en un pequeño taller de costura en la Ciudad de México, aprendiendo, creciendo y forjando un camino desde cero.
Su abuela Marisol había sido su único apoyo incondicional, ayudándola a cuidar de Luna desde que nació. Pero ahora, esa luz también se había apagado. Su abuela, su refugio y sostén, había fallecido hacía apenas unas semanas, dejándola sola en el mundo con su hija.
Toda su familia materna había emigrado a los Estados Unidos mucho antes de que ella siquiera naciera, dejando atrás a los abuelos, a quienes apenas alcanzaron a visitar unas pocas veces. Pero ellos fueron los únicos que la aceptaron y cuidaron cuando ella más lo necesitaba.
Y, como si el destino se empeñara en empujarla hacia una nueva etapa, poco después del funeral llegó la inesperada propuesta de trabajo. Era una señal.
Respiró hondo, apretando con suavidad la manita de su hija.
—Mami… ¿Y si el avión se cae? —preguntó Luna con una mezcla de miedo y curiosidad.
Lilia se agachó a su altura, acariciándole el cabello.
—No va a pasar nada, amor. Volar es como soñar despiertas. Vamos a estar juntas todo el tiempo, ¿sí?
Luna asintió, confiada. Su madre siempre le transmitía seguridad, aunque por dentro Lilia estuviera hecha un manojo de nervios.
El altavoz del aeropuerto anunció el abordaje del vuelo 233 con destino a Nueva York. Era hora.
—Vamos, mi amor —le dijo a Luna, cargando su mochila con dibujos de unicornios—. A comenzar una nueva aventura.
El vuelo transcurrió sin incidentes, aunque para Luna fue toda una aventura. Se asombró con las nubes desde la ventanilla, hizo preguntas sin cesar, y terminó durmiendo con la cabeza en el regazo de su madre cuando el cansancio venció a la emoción.
Cuando el avión aterrizó en Nueva York y se escuchó el anuncio de llegada, Lilia sintió una punzada en el estómago. Era real. Ya no había marcha atrás.
Pasaron migración, recogieron las maletas —una grande y vieja, llena de sueños doblados con cuidado, y una pequeña mochila rosa con peluches y crayones—, y caminaron hacia la salida, donde los esperaban decenas de personas. Algunas con flores, otras con carteles, y otras, simplemente con los ojos ansiosos de reencuentro.
Lilia se detuvo un momento, apretando con fuerza la mano de su hija.
—¿Mami?
—Todo está bien, mi amor. Estamos bien.
Entonces, entre la multitud, una figura familiar comenzó a abrirse paso. Alto, de piel morena, con una sonrisa cálida y ojos que irradiaban alegría genuina. Andrés Ríos.
—¡Lilia! —gritó, alzando una mano—. ¡Por fin!
Ella no pudo evitar sonreír. Andrés, su viejo amigo de juventud, el único que nunca la juzgó ni la abandonó cuando más lo necesitaba. Habían mantenido contacto por mensajes y llamadas, pero no se veían en persona desde que ella se marchó.
—¡Andrés! —exclamó Lilia, al borde de las lágrimas, corriendo los últimos pasos hasta fundirse en un abrazo apretado, cálido y lleno de silencios compartidos.
—Mira nomás… —dijo él, inclinándose para ver a la niña que se escondía tímidamente detrás de su madre—. ¿Y tú debes de ser Luna?
Luna lo miró con cautela, aferrándose a Lilia.
—Es un amigo, cielo. Él nos va a ayudar.
Andrés se agachó para quedar a su altura, sin dejar de sonreír.
—Hola, Luna. Me llamo Andrés. ¿Sabes? Yo conocí a tu mamá cuando los dos éramos jóvenes y rebeldes… bueno, tu mamá no tanto —bromeó guiñándole un ojo a Lilia, que soltó una risa suave—. ¿Te gustan los helados? Porque tengo uno de fresa esperándote en el coche.
Luna lo miró con interés, luego a su madre, buscando su aprobación. Lilia asintió, y por fin la niña le regaló una tímida sonrisa.
—Sí me gusta el de fresa.
—¡Entonces ya somos amigos!
Con naturalidad, Andrés tomó una de las maletas mientras caminaban juntos hacia la salida.
—Tienes cara de no haber dormido en semanas —le dijo a Lilia en voz baja—. Pero tranquila. Ya estás aquí. Todo irá mejor de ahora en adelante.
El trayecto desde el aeropuerto fue tranquilo. Luna, encantada con la ciudad, pegaba la carita a la ventana del auto, observando los enormes edificios, las luces y el ir y venir de la gente. Lilia, en cambio, se mantenía en silencio, con una mezcla de nostalgia y nerviosismo.
Finalmente, Andrés estacionó frente a un edificio de ladrillo rojo, de tres pisos, en una zona tranquila, con árboles delgados alineados a lo largo de la acera y algunos negocios pequeños cerrando por la noche.
—Es aquí —anunció mientras apagaba el motor—. No es gran cosa, pero es seguro, limpio y, lo más importante, dentro de lo que tu bolsillo puede manejar... al menos por ahora.
Subieron al segundo piso y, al abrir la puerta, Lilia se encontró con un pequeño pero acogedor departamento. Tenía dos habitaciones modestas, una cocinita funcional con gabinetes blancos, una sala con un par de sillones algo usados pero cómodos, y una mesita de centro de madera.
—Tu cuarto es el del fondo, y el de Luna está justo al lado. Le puse unas sabanitas con dibujos que encontré en oferta. —Andrés sonrió con orgullo—. Sé que no es mucho, pero es lo mejor que pude encontrar a buen precio. El contrato está a tu nombre, así que ya eres oficialmente inquilina.
Lilia recorrió el lugar con la mirada, conteniendo la emoción en el pecho. Era justo lo que ella necesitaba.
—Gracias, Andrés… de verdad —murmuró, mirándolo con gratitud sincera—. No sé qué habría hecho sin ti.
—No tienes que agradecerme nada, Lili. Lo mereces. Además, necesito que estés bien y descansada, porque mañana tienes que presentarte en la oficina a las nueve. —Le guiñó un ojo—. Ya le avisé a mi jefe que eres puntual y brillante, así que no me hagas quedar mal.
Lilia parpadeó, sorprendida.
—¿Mañana?
—Sí, lo sé… es pronto. Pero quieren conocerte lo antes posible. No te preocupes, solo es una presentación y ver el lugar.
Ella asintió lentamente, pero luego frunció el ceño con una inquietud creciente.
—¿Y Luna? Aún no sé con quién dejarla. Todavía no he buscado guardería ni nada…
Andrés se cruzó de brazos, pensativo.
—Eso también lo estuve investigando. Conozco un par de guarderías que te quedan de paso al trabajo, con buenas referencias. Puedo ayudarte a visitar algunas esta semana. Mientras tanto, si quieres, puedo quedarme con ella mañana un rato. Trabajo desde casa los lunes, así que no hay problema. Mi esposa María ya sabe de ti y Luna, así que estará encantada de ayudar también.
Lilia lo miró con alivio.
—¿De verdad harías eso?
—Por supuesto. Esa niña me cayó mejor que tú —bromeó, y ambos soltaron una risa suave.
Luna, que ya se había acomodado en uno de los sillones con su muñeca en brazos, levantó la vista.
—¿Vamos a vivir aquí, mami?
—Sí, mi amor. Este es nuestro nuevo hogar.
—¿Y mañana vas a trabajar?
—Un ratito, sí. Pero el señor Andrés va a cuidarte.
—¿Vamos a comer helado?
—Eso… seguro que sí —dijo Andrés, riendo.
Lilia se acercó a su hija, le acomodó el cabello detrás de la oreja y la besó en la frente. Luna ya bostezaba.
—Anda, vamos a ver tu camita.
Esa noche, cuando Lilia se recostó por fin en su nueva habitación, entre maletas aún por desempacar y muy nerviosa por lo que vendría a continuación.