Estaba saliendo de una pequeña tienda con dos bolsitas modestas en la mano cuando lo vio.
William Flores.
El aire pareció detenerse por un segundo.
Él caminaba por la acera del brazo de Estela, su antigua mejor amiga. Ambos iban bien vestidos: él con un abrigo elegante y ella con un abrigo de lana beige, el cabello perfectamente peinado y una expresión altiva marcada en el rostro. Sonreían… hasta que la vieron.
Estela fue la primera en reaccionar.
—¡Pero mira quién está aquí! —exclamó con fingida sorpresa, deteniéndose justo frente a ella.
William también la miró. Su cuerpo se tensó levemente… pero sus ojos no se apartaron de Lilia ni por un segundo.
—Lilia Herrera —dijo Estela, enarcando una ceja—. Qué pequeño es el mundo. Aunque, pensándolo bien, tú siempre has tenido ese don para aparecer donde nadie te necesita.
Lilia apretó con fuerza las bolsas y sostuvo la mirada, negándose a darles el gusto de verla tambalear.
—¿Viniste de visita o ya planeas quedarte? Aunque claro… ya no te puedes esconder. Me contaron que andas por aquí con tu bastarda. ¿Cómo se llama? ¿Luna? Qué nombre tan… celestial para algo tan vulgar.
Sonrió con malicia.
—Y mírate ahora —añadió ella con desprecio—. Tan santita que te veías… y al final, terminaste con una hija de nadie y rebuscando en tiendas de tercera categoría. Eres patética.
Lilia sintió un nudo en el estómago, pero se mantuvo firme.
—Ten cuidado con lo que dices, Estela. Lo que hablas de mí revela más de ti que de mí.
Estela soltó una carcajada vacía.
—¡Ay, por favor, no te hagas la mártir ahora! —la miró con desprecio—. ¿O no sabías que William y yo estábamos juntos mucho antes de que tú aparecieras? La que sobraba en ese momento eras tú, Lilia. Siempre fuiste la intrusa.
Lilia frunció levemente el ceño, pero no respondió.
William giró el rostro hacia Estela con molestia, pero ella no se detuvo.
Lilia la miró con una serenidad que la descolocó.
—No voy a perder mi tiempo discutiendo con alguien que solo recogió mi basura. Bueno, quien lo diría, basura que se junta con basura.
—Tu maldita —espetó Estela con la cara ahora llena de rabia—. Pues prepárate para verme feliz, casada y con el hombre que tú nunca pudiste retener.
William, aún sin pronunciar palabra, seguía observando a Lilia. Sus ojos hablaban más de lo que él se atrevía a decir.
Lilia, sin dejarse intimidar, lo miró por un instante. Un vistazo rápido, neutral. Sin rencor. Sin nostalgia.
—Felicidades a ambos —dijo con calma—. Que sean muy felices. De corazón.
Y con la frente en alto, siguió caminando. No se giró. No corrió. Solo caminó, más firme que nunca.
Lilia apresuró el paso por las calles frías de Nueva York, sintiendo el peso de las palabras de Estela aun vibrando en su pecho como una bofetada que no dejó marca, pero sí ardor. Sujetaba las bolsas con fuerza, aunque ya no pensaba en la ropa ni en las necesidades prácticas del día. Solo quería llegar a casa, y abrazar a Luna.
Cuando por fin cruzó la puerta del departamento, María la recibió con una sonrisa amable y el aroma suave de té caliente. Luna corrió a abrazarla, parloteando sobre su dibujo y cómo había ganado en un juego de memoria contra Leo. Lilia la besó en la frente con fuerza, necesitaba ese contacto más que nunca.
—Gracias —le dijo a María, apenas conteniendo la emoción.
—Para eso estamos —respondió ella, dándole una mirada comprensiva.
Más tarde, cuando todo estuvo en silencio, cuando Luna ya dormía en su habitación en una camita sencilla pero acogedora, Lilia permaneció despierta. Cerró con cuidado la puerta entreabierta, después de besarle la frente y ajustar las cobijas sobre su pequeño cuerpo. Luego regresó a su propia habitación, con la casa envuelta en penumbra y el corazón pesado.
Las luces tenues de la calle se colaban por la ventana y pintaban la pared con sombras largas. Cerró los ojos, intentando descansar, pero el pasado se filtró como una brisa helada.
Volvió a esa noche.
Era el recuerdo que había intentado enterrar durante casi seis años. La noche en la que todo cambió.
Había salido a beber. Dolida, devastada. Esa tarde, había descubierto a William con Estela, su mejor amiga, en su propia cama. El mundo le había caído encima. Se sintió usada, traicionada y vacía. Terminó en un bar del centro, donde el alcohol fluía sin pausa y las lágrimas se confundían con la música fuerte y las luces rojas.
Cerca del amanecer, tambaleante y con la vista nublada, salió a la calle. El aire frío le golpeó el rostro… y fue entonces que ocurrió.
Chocó con algo firme, cálido y sólido.
O mejor dicho, con alguien. Un pecho amplio, cubierto por una chaqueta negra. Estaba borracha, apenas podía enfocar, pero sintió unas manos fuertes tomarla por los brazos para evitar que cayera.
—Cuidado —dijo una voz grave, masculina.
Lilia alzó el rostro, y aunque sus ojos no distinguían del todo, sí supo una cosa: aquel hombre era guapo. Mucho. Sus facciones eran marcadas, los labios definidos, la mandíbula firme. No pudo distinguir del todo el color de sus ojos… pero eran intensos.
Solo recordaba haberlo insultado y luego besado, y después…despertó sola.
Envuelta en unas sábanas blancas, con un dolor punzante en la cabeza, náuseas y los párpados pesados. La habitación era lujosa, enorme, con una vista impresionante de la ciudad. A su lado, la cama estaba vacía. Sobre la mesita, un vaso con agua y un par de pastillas. Nada más.
Solo ella… y días después se enteraría que tenía el inicio de una vida nueva creciendo en su vientre.
Lilia abrió los ojos en la oscuridad de su habitación actual, de vuelta al presente. Respiró hondo. El pecho le dolía, no por pena, sino por todo lo que esa noche aún representaba.