Descendió primera por la escalerilla, erguida, con el porte entrenado de las vestales. El mármol romano no estaba bajo sus pies. El piso aquí era de concreto cálido, áspero, imperfecto. El murmullo del viento traía consigo un idioma distinto, un ritmo distinto, una historia que no le pertenecía.
En la base de la escalerilla los esperaba una comitiva. Dos soldados con uniformes ceremoniales, una mujer de túnica azul con una carpeta en la mano y un par de hombres vestidos con trajes sobrios. Entre ellos, uno destacaba sin hacer nada en particular. Era delgado, de rostro afilado, y sus gafas oscuras no dejaban ver los ojos. Estaba de pie ligeramente apartado, como si no formara parte del saludo oficial… pero sin duda había venido a observar.
Catalina sintió su mirada antes de escucharlo.
—La hija de Isabella llega con escolta propia —murmuró el hombre, sin dirigirse a nadie en particular, pero lo suficientemente alto como para que todos lo oyeran—. Interesante elección.
La frase no tenía