La televisión estaba encendida, pero sin volumen. Las imágenes se repetían como una letanía muda: el humo saliendo por las ventanas del templo, el fuego extinguiéndose en cámara lenta, los encapuchados huyendo entre sombras, y luego Chiara, con la túnica manchada, entrando en la ambulancia. Cada cadena ofrecía su análisis, su panel de expertos, sus opiniones cruzadas. Pero todas coincidían en lo esencial: el fuego se había apagado. Y Roma temblaba.
¿Qué clase de calamidades sucederían?
Catalina no miraba la pantalla de la televisión. Estaba sentada junto a su escritorio, escribiendo en un cuaderno de notas. No para dejar registro oficial, sino para entender. Para ordenar.
Chiara, en cambio, estaba en el sofá junto a la ventana. Llevaba una bata limpia y el cabello recogido, pero su rostro seguía marcado por la fatiga y el golpe en la mejilla que aún no terminaba de desaparecer. Sostenía una taza de té que no había probado.
—Dicen que fui valiente —murmuró de pronto, sin girarse.
Catal