La sala de crisis del Palacio Flaminio era un búnker sin ventanas, sellado, donde el aire parecía estar siempre cargado de electricidad. Las pantallas iluminaban la penumbra con mapas tácticos, transmisiones en vivo y repeticiones del atentado al Atrium Vestae: fuego extinguido, vitrinas destrozadas, una vestal herida, el caos hecho carne.
Lucian Marce, prefecto de la Guardia Vestal, estaba de pie. Frente a él, una mesa ovalada rodeada por altos mandos de las Fuerzas Armadas, representantes del Cuerpo de Seguridad Nacional, dos procuradores imperiales y cinco senadores convocados con carácter de urgencia.
El más antiguo era Gneo Valerio Rufus. A sus ochenta años, su voz conservaba la fuerza de un imperium.
—¡Inaceptable! —tronó, golpeando la mesa con una mano arrugada pero firme—. Se ha profanado el templo más sagrado de Roma. Se ha apagado la llama. ¡Una vestal ha permitido que eso ocurra bajo su custodia! Y el pueblo… ¿la consuela? ¿La abraza como víctima? ¡Esto es una burla! Exijo