De inmediato el equipo de élite comenzó sus tareas.
En lo profundo de los túneles de Ostia Antica, entre ruinas selladas al turismo y corredores olvidados por el Estado, la Orden Umbra celebraba uno de sus rituales más reservados.
Jean Leloir descendió por la escalera angosta sin decir palabra. Había tardado semanas en conseguir ese acceso. Su contacto lo había introducido como un simpatizante extranjero, veterano de guerra, cansado de la decadencia imperial. Había aprendido a escuchar más de lo que hablaba, a vestir como ellos, a moverse con el sigilo de un converso.
A su lado, Marcella Aetius llevaba una capucha oscura. Su postura era la de una fiel, pero su mirada absorbía cada símbolo en las paredes, cada rostro en la penumbra. Cassian Drussus cerraba el grupo, silencioso como un eco contenido. Había infiltrado células antes. Sabía cómo se movía la fe cuando se tornaba rabia.
Los túneles se abrían en una cámara circular. Al centro, una llama tenue crepitaba sobre un brasero metáli