El piso del aeropuerto, pulido y sin imperfecciones, le devolvía su propia sombra distorsionada. Catalina lo miró con cautela, como si al dar un paso fuera a cruzar un umbral invisible.
A esa hora, apenas despuntaba la mañana. La luz tenue se filtraba por los ventanales como una bruma dorada y oblicua, demasiado débil aún para disipar del todo el aire frío que dominaba la terminal. Afuera, Roma seguía medio dormida. Dentro, el silencio era tan espeso como el mármol bajo sus pies. Solo se oían los pasos dispersos de personal de mantenimiento y el rumor de una conversación lejana que no alcanzaba a distinguirse.
Catalina caminaba junto a Logan, pero mantenía la mirada al frente, sin desviar la atención ni un instante. Detrás de sus lentes oscuros, sus ojos parpadeaban con más frecuencia de lo habitual. No era miedo exactamente. Era otra cosa. Una mezcla de desconcierto, vulnerabilidad y, quizás, una pizca de orgullo herido. No le gustaba sentirse fuera de control.
Logan no dijo nada. Ca