Rompió el alba.
La luz del amanecer se coló por los ventanales altos como una cinta pálida, lavando los contornos del mármol y disipando, poco a poco, las sombras acumuladas durante la noche. El aire, aunque más tibio, seguía cargado de tensión. Nadie había dormido.
No hubo novedades del intruso. Ningún rastro en los accesos, ninguna huella en los pasillos, ningún movimiento registrado por las cámaras.
Porque las cámaras —justo las que cubrían el exterior de la habitación de Catalina— habían sido desactivadas durante exactamente treinta y cuatro minutos. Ni un segundo más, ni uno menos. Una intervención limpia. Precisa. Como si el intruso hubiera sabido exactamente el alcance de cada lente, cada sensor, cada punto ciego.
Media hora.
Eso había permanecido dentro de la habitación mientras Catalina dormía.
No forzó cerraduras. No dejó marca. Solo un papel blanco y ordinario sobre la mesa. Con el emblema oscuro y una amenaza que los seguiría por el resto del viaje.
Ninguna alarma se dispa