Logan coordinaba los movimientos con eficacia precisa. No necesitaba gritar. Ordenaba con firmeza, sin dejar de vigilar el rostro de ella. En cada pausa, su atención se deslizaba hacia Catalina, como si necesitara comprobar que seguía allí, entera. Ella no decía nada. Había cambiado de túnica, recogido el cabello con meticulosidad, y retomado esa calma entrenada. Pero Logan ya conocía los signos sutiles: cómo sus dedos se crispaban al sujetar la tableta, cómo sus ojos parpadeaban más de la cuenta cuando intentaba contener emociones demasiado grandes.
La diferencia horaria entre Roma y Atenas no era excusa. Apenas se completaron las primeras medidas de seguridad, Catalina fue escoltada a una sala de conferencias interna, desde donde debía contactar a Occia. Nadie más participaría de la llamada.
Desde la pantalla, la figura de la Superiora emergió en la penumbra azul del monitor. Vestía como siempre, con la sobriedad de quien representa siglos de historia, pero sus ojos no eran fríos es