Logan caminaba hacia su habitación, con la chaqueta colgada sobre el brazo y la mente muy lejos del protocolo. Dobló la esquina sin esperar encontrarse con nadie.
Ella ya estaba allí. Regresaba a su habitación después de orar frente a la llama sagrada, justo en ese momento, como si el destino hubiera calculado el cruce con una precisión incómoda.
Se detuvieron al mismo tiempo.
Los ojos de ella se encontraron con los de él, y durante unos segundos no existió nada más. No las cámaras de seguridad, no la embajada, no el deber. Solo una pausa inesperada, cargada de todo lo que no se podían decir.
Logan quiso hablar. Las palabras estuvieron ahí, latiendo detrás de sus labios. Quería saber. Pero algo dentro de él —una regla cruel, un límite autoimpuesto— se lo impidió. Su postura se mantuvo firme, la expresión apenas alterada, como si no estuviera ardiendo por dentro.
Catalina no apartó la mirada. Ella también esperaba algo. Un gesto, una queja, un quiebre. Había escuchado la conversación c