La biblioteca era uno de los pocos puntos ciegos dentro de la embajada. No había cámaras en su interior; solo el pasillo exterior estaba vigilado, como si incluso los encargados de seguridad hubieran acordado respetar el carácter sagrado del lugar.
Logan había bajado con sigilo, incapaz de dormir. El respaldo alto del sillón lo cubría casi por completo, desde allí, podía ver la fuente. Pasaba las páginas de un libro antiguo sin leerlas, más por necesidad de ocupar las manos que de buscar respuestas.
Entonces escuchó la puerta abrirse.
Catalina entró. Iba sola, descalza, con una túnica clara y el cabello suelto. Caminó hasta quedar de pie frente a una vitrina.
Logan la miró desde la penumbra del sillón, sin moverse. El fuego de Vesta ardía al fondo, quieto, casi solemne. Catalina se acercó a una de las estanterías, recorriendo los lomos de los libros con la yema de los dedos, como si buscara algo que no estaba allí.
Entonces, sin darse cuenta de que él estaba allí, se detuvo y susurró