La biblioteca del templo estaba en completo silencio.
Entre las estanterías altas, cargadas de volúmenes antiguos y documentos clasificados, las tres vestales más jóvenes se sentaban alrededor de una mesa de madera.
La luz natural entraba por los ventanales superiores, iluminando con suavidad los bordes de los pergaminos y las carpetas dispuestas sobre la superficie.
Chiara mantenía la mirada baja. Sus manos estaban entrelazadas sobre el regazo, y su respiración era irregular. A su lado, Aelia sostenía un pañuelo arrugado. Sus ojos enrojecidos delataban que había llorado, aunque ahora se esforzaba por mantenerse serena.
Catalina, sentada frente a ellas, las observaba en silencio.
—No debí insistir —dijo Chiara al fin, con la voz quebrada—. Quería formar parte. Quería saber cómo era allá afuera. Pero no sabía que podía ser así. No sabía que había tanta gente dispuesta a odiarnos.
Nadie la interrumpió.
Chiara levantó apenas la cabeza, con los ojos húmedos.
—Prometo que no voy a volv