El cuartel de la Guardia Vestal no era imponente ni ostentoso, pero su sobriedad transmitía el mismo tipo de respeto que el templo al que servía. A menos de cincuenta metros del Atrium Vestae, sus muros de piedra blanca se alzaban firmes, cubiertos por enredaderas de hiedra domesticada. Desde el momento en que Logan cruzó sus puertas como miembro oficial de la guardia, supo que ya no era el mismo joven que había pisado tierra romana un año antes.
Había pasado un mes desde la evaluación final. Un mes desde la ceremonia. Fue aceptado. Y no tuvo ni un día para asimilarlo. Esa misma noche, le ordenaron instalarse en el cuartel.
Compartía habitación con otros tres guardias, todos mayores que él, todos acostumbrados al ritmo inquebrantable de los turnos. Se levantaban antes del alba, entrenaban en silencio, comían poco, dormían menos. La primera semana fue como volver al infierno. Pero había algo en Logan que no se quebraba. Quizás era orgullo. O tal vez era esperanza.
Las primeras semanas