Simón Cáceres estaba listo para casarse con el amor su vida, Isabella Benavides, pero el día de la boda, ella no apareció. En su lugar, Simón se vio obligado a casarse con Natalia, la hermana mayor de Isabella, para asegurar una alianza clave para sus negocios. Sin embargo, la recepción fue interrumpida por la inesperada aparición de Isabella, quien acusó a Natalia de haberla encerrado para usurpar su lugar junto a Simón. Enfurecido, Simón intentó anular el matrimonio, pero el acuerdo ya estaba sellado. Desde entonces, lleno de odio y resentimiento, Simón se limitó a convivir de manera fría y distante con Natalia, esperando el día en que pudiera liberarse de ella y unirse nuevamente a Isabella. Aunque Natalia intentó demostrar su inocencia, Simón jamás le creyó. Dos años después, Isabella reaparece, y Simón le exige a Natalia el divorcio, dejándola destrozada. Poco después, Natalia descubre que está embarazada, pero Simón, dudando de su paternidad, la rechaza brutalmente. Cuando Isabella pierde al hijo que esperaba, la tragedia da un giro cruel: acusa a Natalia de ser responsable de su pérdida, forzándola a huir para proteger a su hijo. Cuando Natalia dejó a Simón Cáceres, estaba segura de que él volvería rogando. Mientras ella avanzaba y triunfaba en los negocios, Simón descubrió la verdad sobre Isabella y comprendió el terrible error que había cometido. Intentó disculparse y le propuso matrimonio por centésima vez, pero Natalia ya no tenía interés en ser su esposa. Estaba completamente inmersa en disfrutar su nueva vida y saborear la libertad que había recuperado. Entonces, ¿cuál será el resultado de la “propuesta 101” de ese marido arrepentido?
Leer másNatalia miró la horrorosa escena delante de sus ojos sin poder darle crédito.
Isabella había golpeado su nariz contra la pared y de ella había salido un potente chorro de sangre que llegó hasta el suelo, justo en el momento en que Simón Cáceres entró a la sala. Habían tenido una discusión, e Isabella, aprovechando escuchar la voz de Simón, decidió quedar como la víctima delante de él, como siempre hacía. —¿Pero qué diablos hiciste? —volcó su ira hacia ella, acorralandola contra la pared y apretando su cuello—. Mujer cruel y despiadada. ¿La golpeaste? ¡Habla ahora, m*****a sea! Su voz era estremecedora y filosa, haciendo que los oídos de Natalia zumbaran. Su mirada era aún peor, era de un profundo odio que la decepcionó por completo, haciéndola temblar de miedo. —¡No tengo nada que ver en esto! —exclamó ella, armándose de valor. Isabella era su hermana menor y el gran amor de Simón desde hacía años, Natalia solo era la esposa sustituta y él la había odiado por eso por mucho tiempo. Creía que Natalia se había aprovechado de la situación y había encerrado a Isabella en una habitación de hotel el día de la boda para lograr su objetivo. —¿Acaso no puedes aceptar tu derrota? ¡Sabes que nunca te amé! —gritó molesto. Minutos antes, Simón había llegado a la mansión con su amor del pasado, y fríamente le había pedido el divorcio. Natalia sintió que su mundo se derrumbaba a su alrededor. Sus palabras eran como filosos dardos atravesando su pecho. ¿Por qué todavía esperaba que él le creyera? Nunca antes lo había hecho, luego de dos años de un matrimonio por conveniencia y malentendidos, no iba a confiar en ella jamás. Simón se acercó a Isabella de una manera condescendiente y cariñosa que nunca había visto tener hacia ella. Cuando su hermana Isabella había decidido no presentarse a la boda dos años atrás, el corazón de Natalia había latido de júbilo cuando le informaron que tenía que casarse con Simón en su lugar. Luego, todo fue un caos, la descarada de Isabella se había presentado esa misma noche en la recepción de bodas, diciendo que Natalia la había secuestrado junto a un cómplice que la acusó en el acto. Simón la había odiado más en aquel instante y juró que haría de su vida un infierno mientras viviera. —Simón… Simón… —lo llamó Natalia, pero él no le dio la más mínima atención, nunca lo había hecho hasta ahora. Él le hacía mimos a aquella mujer que lo había abandonado en el altar años atrás, usando una artimaña engañosa para culpar a Natalia y eximir sus culpas. —¡Basta, Isabella! —le dijo harta, con un nudo en la garganta—. Deja ya de fingir. —¡¿Qué?! —Simón no podía darle crédito a sus oídos—. ¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿Crees que la sangre es fingida? ¡Te exijo que te disculpes! —¡Ni siquiera la toqué! —se defendió Natalia. —¡Mientes! —bramó Simón con enojo. Natalia cerró los ojos con fuerza, tenía la cara pálida y casi le faltaba el aire. Sufría de asma. —Yo… —se apresuró a rebuscar en su bolsillo, buscando su inhalador. Sus manos no paraban de temblar, e incluso le costó manipularlo. Sin embargo, en el momento en que lo abrió, alguien se lo arrebató despiadadamente. El frasco cayó al suelo con un estrepitoso sonido. El cuerpo de ella se puso flácido y cayó al suelo pesadamente.Tenía que usar su inhalador, ya no le quedaba casi aire. —¡Basta, Natalia! ¿Cuánto tiempo más vas a fingir tu enfermedad? —escupió con rabia. Estaba furioso y de una patada lanzó el inhalador lejos de la temblorosa mano de Natalia. —No le hagas daño, Simón —pudo escuchar a medias la dulce y suave voz de Isabella—. Ella no quiso hacerlo, déjala. A Natalia le dolía tanto que se quejaba. Le costaba respirar, pero el dolor la hacía estar lúcida por alguna extraña razón. Así pudo saber cuán cruel era su amado Simón y cuánto desprecio sentía por ella. Él se puso de cuclillas y le dijo fríamente, tomando su barbilla con brusquedad: —Limpia las manchas de sangre del suelo antes de que vuelva de limpiar a Isa. En cuanto terminó de hablar, Simón se dio la vuelta y se marchó sin mirarla una vez más, consolando a Isabella, quien le pedía con voz trémula que no le hablara a su hermana de esa manera. En esos dos años nunca se había preocupado por Natalia, apenas le dirigía la palabra y solo recibía indiferencia o malos tratos. Fue Natalia la que se empecinó en casarse con él, creyendo que un día él se enamoraría de ella, pero se equivocó terriblemente. Simón estaba hablando con alguien sobre la situación de Isabella, sumamente preocupado. Mientras tanto, Natalia se arrastraba por el suelo, intentando agarrar su inhalador para poder respirar. De repente la puerta se abrió de golpe y Natalia pudo distinguir una silueta delante de ella, apenas pudo susurrar un débil “ayuda”, recibiendo como respuesta un cortante: —¡Divorciémonos!El reloj en la sala de espera parecía haberse detenido, y cada segundo que pasaba era una tortura para Keiden. Estaba de pie, caminando en círculos y retorciéndose las manos. Sus nervios eran evidentes en cada movimiento errático. —Keiden, por el amor de Dios, si sigues así vas a abrir una zanja en el suelo —le dijo Delia, apoyándose en la pared mientras acariciaba su vientre de casi seis meses. —No puedo evitarlo —respondió él, sin detenerse—. ¿Y si algo sale mal? ¿Y si la bebé tiene algún problema? Mateo, sentado al lado de Delia, soltó una carcajada. —Hermano, en unos meses estaré igual de nervioso, pero no quiero ni imaginar lo que sientes ahora. —¡Mateo, no lo estás ayudando! —le reprochó Delia, frunciendo el ceño. —¿Qué? Solo estoy diciendo la verdad —se encogió de hombros, sonriendo con sorna—. Pero eso sí, Keiden, cuando sea mi turno, puedes burlarte de mí todo lo que quieras. Keiden rodó los ojos, pero su expresión seguía cargada de preocupación. —Espero que
La lluvia caía con insistencia sobre las lápidas del cementerio, mezclándose con las lágrimas silenciosas de los asistentes. Bajo el cielo gris, el ataúd de Isabella Benavides descendía lentamente hacia la tierra húmeda. Graciela, su madre, se aferraba a un pañuelo empapado de lágrimas. Su cuerpo temblaba a pesar del abrigo grueso. Roberto, su esposo, permanecía inmóvil a su lado, con los ojos cristalizados en un dolor silencioso. —Ella no era mala… solo estaba perdida —sollozó Graciela, aferrándose al brazo de su esposo. Roberto apretó los labios, incapaz de pronunciar palabra. Natalia, de pie junto a ellos, sintió el nudo en la garganta apretarse. Había soñado tantas veces con el día en que Isabella no estuviera interfiriendo en su vida, pero nunca imaginó que el final llegaría de esa forma trágica. Keiden, a su lado, la sostenía con firmeza, preocupado por su bienestar debido al avanzado embarazo. Le susurró al oído, con voz suave: —Si necesitas sentarte, dime. No quiero
El chirrido de las sirenas retumbaba en las calles mientras Isabella pisaba el acelerador con furia, y el corazón le palpitaba desbocado. Apenas podía ver a través del retrovisor, pero sabía que las patrullas se acercaban. A pocos metros, Calvin también huía, con su rostro desencajado y las manos firmes en el volante. El destino, caprichoso, los llevó a un viejo almacén abandonado en una parte olvidada de la ciudad. Al verse acorralados, ambos se detuvieron de manera brusca. Los autos policiales bloquearon las salidas, dejando solo una opción: enfrentarse entre ellos o caer en manos de la ley. Isabella bajó del auto tambaleándose, el cabello revuelto y los ojos inyectados de rabia. Calvin hizo lo mismo, su expresión estaba cargada de incredulidad al verla allí. —¡Tú! —gritó Isabella, con los ojos encendidos por la ira—. ¡Maldito traidor! ¡Por tu culpa estoy aquí! Calvin soltó una risa amarga mientras cojeaba hacia ella. —¿Mi culpa? —espetó, señalándola con un dedo acusador
Hugo observaba con suficiencia a Calvin desde la entrada del lugar abandonado. El ambiente olía a humedad y metal oxidado, pero el espacio para cerrarse en torno a ellos. Calvin, con el rostro crispado por el nerviosismo, daba pasos erráticos, tratando de convencerse a sí mismo que la presencia de Hugo en el lugar era irrelevante y que todavía tenía chances de escapar ileso.—No puedes escapar después de lo que le hiciste a Henry —dijo Hugo con voz firme. Calvin alzó la vista y soltó una risa burlona, intentando ocultar sus nervios.—¿De verdad vienes con ese sermón de lealtad? —espetó con desdén, mirándolo con irritación—. Tu lealtad de mierda no sirve de nada si el viejo ya está muerto. Hugo sonrió de una manera que hizo que un escalofrío desagradable recorriera la espalda de Calvin. “¿Qué diablos te traes, cabrón imbécil?,” pensó Calvin, inquieto. Dando un paso hacia él, Calvin frunció el ceño. —¿Fuiste tú quien congeló las cuentas? —preguntó con molestia. Hugo se enco
Minutos antes… Calvin tecleaba de manera frenética, sus ojos clavados en la pantalla de la laptop. El sudor resbalaba por su frente mientras maldecía entre dientes. La cuenta regresiva en su mente era clara: cada minuto que pasaba era un riesgo. Isabella estaba ocupada con su obsesión por Natalia, y esa era su única oportunidad para desaparecer con todo el dinero.—Vamos… dame lo que necesito —gruñó, ingresando una nueva combinación de códigos. Intentó de nuevo, conteniendo el aliento. De repente, un sonido agudo indicó el acceso permitido. Calvin parpadeó incrédulo antes de lanzar un grito de euforia. —¡Sí! —exclamó, saltando en su lugar—. ¡Lo logré, maldita sea! Finalmente había desviado el dinero de Isabella. Todo estaba ahora en cuentas seguras bajo su control. Se sentía invencible. Agarró una mochila y comenzó a guardar documentos y billetes, tarareando una canción alegre. —Adiós, Isabella —murmuró con sorna—. Buena suerte pagando tus deudas. Por un breve instante pe
Isabella caminaba de un lado a otro en la habitación, con los ojos desorbitados y el cabello revuelto cayendo sobre su rostro. Sus uñas, mordidas hasta la piel, eran el reflejo de su creciente desesperación. Habían pasado días siguiendo a Natalia, vigilando sus movimientos, pero los malditos guardias de Keiden frustraban cualquier intento de acercamiento.—¡Tiene que haber una forma! —gruñó, golpeando la pared con el puño—. Nadie puede estar vigilado las veinticuatro horas del día. Calvin, sentado en el sofá con las piernas cruzadas, observaba la escena con indiferencia. Estaba harto de todo aquello: las obsesiones de Isabella, el peligro inminente de ser capturados y el desquicio en el que se había convertido su vida. Pero sabía que no podía enfrentarse a ella abiertamente. No todavía. —Quizá deberíamos reconsiderar esto —sugirió con voz mesurada—. Cada minuto que pasamos aquí es un riesgo innecesario. Ya no hay tiempo para tus caprichos. Isabella se detuvo en seco y lo fulmi
Último capítulo