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Cuando sales de una relación tóxica, lo primero que evidencias es tu soledad, ya que durante ella te has ido apartando de todo el mundo: amigos, familia... y cuando esta se acaba, la realidad te da una hostia, y lo primero que ves es que estás solo.

     Yo tenía a Leia, pero una niña de menos de tres años no podía considerarse una amiga de manual. Así que, cuando fui realmente consciente de mi nueva realidad, pensé que sería el mejor momento para socializar con la gente.

     No es tan fácil cuando ya tienes una edad. Por eso me encantan los niños. Ellos se conocen, juegan y ya son amigos, pero a cierta edad las cosas se complican.

     Lo primero fue intentar recuperar el contacto con mis compañeras de universidad. Eran mis amigas más recientes en el tiempo y pensé que sería la opción más viable. Pero mis esfuerzos para concretar una cena con mis tres amigas solo me llevaron a un callejón sin salida. Todas habían seguido con sus vidas y ahora eran independientes, con un trabajo bien posicionado, un respeto social... exactamente todo eso de lo que yo carecía en esos momentos. Lo que conseguí fue hacer un Zoom a cuatro, donde pude evidenciar que esas chicas no eran mis amigas. Sabía que me habían tenido envidia mucho tiempo; según ellas, yo había triunfado, y ahora creo que vi un pequeño resquicio de burla en las caras que ponían al explicarles mi triste historia. Pues a tomar por culo. Unas menos. Mi vida se limitaba a estar con la niña y a arreglar la casa, y mis ahorros estaban bajando a un ritmo alarmante. Necesitaba un trabajo.

     Todo cambió un día mientras hacía la compra en el súper, como buena maruja. Niña en el carrito, yo peleándome con la lista e intentando que mi hija no pidiera cada uno de los artículos que aparecían por los pasillos. En ese momento se nos acercó una chica.

—Oye, ¿tú eres La Rebe, verdad?

—Mierda. “La Rebe” era el primer indicador de que había vuelto al barrio.

—Sí.

—Soy la Lore. Lorena García Manzanares. De la EGB. —En ese momento se me encendió la bombilla.

—Dios, Lorena, cuánto tiempo.

—Ya te digo. ¿Qué es de tu vida?

—Bueno, aquí, ya ves.

—Tendríamos que quedar un día y nos contamos. —Lo que en otro momento de mi vida habría sido un “no, ni de coña” o un “bueno, ya quedaremos cuando esté un poco menos liada” —que en realidad quería decir “quedaré contigo cuando las ranas críen pelo”— se convirtió en un sí. Allí vi mi oportunidad de volver a comunicarme con el mundo. No sé si sería una buena elección y no tengo claro ni que durante la EGB fuéramos amigas, pero la oportunidad estaba ahí.

     Quedamos al día siguiente a la hora del café. Después de arreglar un poco más mi casa, cogí a la niña y fuimos al parque. Después de mirar con desconfianza ese sitio y asegurarme de que la arena estaba lo suficientemente limpia para dejar jugar a la niña, claro.

     Lorena García Manzanares... ¿No os pasa que recuerdas a todos los que estudiaron contigo en la infancia por el nombre y los dos apellidos, de tanto escuchar cómo se pasaba lista? ¿En el cole éramos amigas? Pues no especialmente. Compañeras, diría yo. En la misma clase desde parvulitos hasta la secundaria, pero no precisamente amigas.

     Porque las niñas son extrañas; ya desde muy tierna edad forman grupos y rivalidades entre ellas. Para ese tema, mejor es ser hombre, que todo pasa al lanzar un balón para jugar. Pero las mujeres no: desde bien niñas se nos educa para competir entre nosotras y vernos como enemigas, no como aliadas.

     Yo sacaba buenas notas y claramente estaba en el grupo de las empollonas: éramos tres chicas listas en la clase y una pobre chica de Perú que trajeron a mitad del curso y a la que adoptamos porque nos daba un poco de lástima.

     Pero Lorena no. Lorena estaba en el grupo de las chicas guays o, más bien, era la más guay de su grupo. Era alta, morena, de pelo largo y muy desarrollada para su edad. Tenía tetas cuando las demás solo podíamos jugar a ponernos pelotas de tenis en un sujetador. Puede que por eso no la conocí a simple vista. Seguía siendo alta y morena, pero no quedaba de ella nada de esa chica deportista, guapa y popular.

—Bueno, soy yo. Con muchos años más encima, y muchos más kilos, para qué te voy a engañar.

     Seguía siendo muy abierta y comunicativa. Pero teníamos que añadir todo lo que tenía de barrio y la edad que hace perder la vergüenza. De verdad, yo habría hablado con esta mujer si no estuviera desesperada por contacto humano. ¡Creo que no! Era la imagen exacta de este barrio, de todo lo que había huido y de todo con lo que yo no quería que me relacionaran. Demasiado pintada para ir a un parque, con la ropa demasiado justa para su talla, con la voz demasiado estridente para mi gusto, y creo que para el resto de la humanidad. Era la imagen del barrio.

—¿Y qué ha sido de tu vida? —pregunté para romper el hielo.

—Uy, de mi vida. Sigo aquí. ¿Eso no te dice nada?

—Bueno, yo también estoy aquí, aunque es temporal.

—Sí, pero tú has vuelto, yo no me he movido de aquí. Sigo con Miguel.

—¿Miguel? Miguel García Alonso. —Como imaginaréis, también era compañero de clase—. ¿Pero es tu novio desde 6º?

—Exactamente desde sexto.

—Dios.

     Y tanto que lo recordaba: en el cole eran la versión española del quarterback y la animadora. Él era el chico deportista, rubio de ojos claros y el capitán del equipo de balonmano.

—Bueno, hablando mal, la única polla que he visto en mi vida. Por lo menos en directo. Si quitamos un par de boys en una despedida de soltera, pero esas no las cate. Ya te he dicho que no me he movido mucho. Seguimos juntos y poco después de acabar el instituto tuvimos un pequeño accidente. Se llama Yolanda y tiene 14 años.

—¡Tienes una hija de 14!

—¡Una hija dice! Qué guasa. Pues nada, nuestros padres nos invitaron amablemente y sin ninguna coacción —eso lo marcó con unas comillas ficticias— a casarnos. Todo un show: estaba yo embarazada de 4 meses, echando las rabas con el vestido emperifollada de novia y Miguel tan tranquilo, escuchando los chistes de un tío suyo que había llegado del pueblo y se ve que era la monda. Sería para él, porque yo no me despegaba de la taza del váter en toda la noche. Nos casamos y nos mudamos a un piso allí mismo. Mi única mudanza en la vida, a dos calles.

—Bueno...

—Espera, espera que hay más. En total tenemos 4 hijas. La pequeña tiene un año más que la tuya: 14, 8, 6 y 4.

—¡Madre mía! ¿Espera? ¿Todas esas son tuyas? —dije señalando a las tres niñas que jugaban con la mía, y ella señaló a la adolescente sentada en el banco que no paraba de mirar el móvil.

—¿De quién van a ser? ¿Tú ves a alguien más en el parque? —En ese momento miré alrededor para confirmar que estábamos solas—. Yolanda, Vanessa, Jennifer y Jessica.

—¿De verdad se llaman así? —pregunté con tono de incredulidad.

—Sí, ¿por qué lo dices?

—Tienen los nombres más poligoneros de la historia.

—¿Qué dices? Son bonitos.

—Son la Yoli, la Vane, la Jenny y la Jessi. Serían perfectas como personajes de “Yo soy la Juani”. —Se le escapó la risa.

—Joder, es verdad. No lo había pensado así nunca.

—Familia numerosa. Cuatro, ni más ni menos.

—Bueno, tenían que ser tres, esta última casi le puse María en honor a la Virgen. Porque en teoría a mí de esta última me preñó el Espíritu Santo.

—¿Como el Espíritu Santo? No te entiendo.

—Mi Jennifer, la tercera, pesó cinco kilos al nacer. Me salió casi criada. Lo primero que hizo al llegar del hospital fue pedirle hora a Miguel para que fuera ya a hacerse la operación.

—¿Qué operación?

—Ya sabes, la del corte. Tijeretazo y no más niños.

—Por lo que tengo entendido es una operación casi inocua si sales caminando por tu propio pie después de hacerla.

—Pues él no estaba de acuerdo. Me dijo que se la hizo y era mentira. Sí, hasta caminó unos días raro porque decía que le dolía. ¡Qué gran actor perdió el cine español! Incluso cuando llegué con el predictor y le pregunté, él seguía diciendo que se había hecho la operación. Él, muy cabronazo.

No pude aguantarme más la risa y estallé en carcajadas.

—Sí, ríete, cuatro. Tengo cuatro niñas. Y aparte dejé de trabajar porque no me salía a cuenta pagar tanto comedor. Se me llevaba el sueldo; trabajaba para pagar comedores. Así que, resumiendo, soy una maruja de su casa con cuatro niñas que solo ha visto un pene —en directo, por lo menos— en su vida y que el viaje más exótico que hemos hecho fue a Euro Disney.

No recordaba que durante los años de cole esta chica me cayera tan bien.

—¿Y tú? No supimos nada de ti desde hacía años.

—Bueno, al acabar la secundaria mi madre consiguió meterme en un internado, y allí estuve hasta la universidad. Comencé a trabajar con un rico empresario que es el padre de mi hija.

—¿Te liaron con tu jefe? Como en una de esas novelas malas.

—Sí, exactamente, eso o de película de Antena 3 los domingos. Pero fue peor. Después de dar vueltas por todo el mundo me quedé embarazada y me desterró a Barcelona. Al principio fue porque ni embarazada ni con un bebé podía seguir su ritmo de vida y trabajo, así que yo me vine. Pilló un piso enorme y precioso en la Bonanova. Y él poco se pasaba. No estuvo en el parto, vio a su hija en contadas ocasiones hasta…

—¿Hasta qué?

—Hasta que se presentó hace poco en mi casa y me dijo que cogiera a la niña y mis pertenencias, que necesitaba la casa. He averiguado que es para su nueva asistente que, “tachán”, también había dejado preñada.

—Dios, ¿y cuándo la echan, me has dicho? Porque es todo un culebrón.

—Tú has tenido una vida sosa y yo de culebrón venezolano.

—¿Pero tú estás bien?

—Sí, claro. Aquí, de momento, comenzando una nueva vida.

—Qué manía tenemos las mujeres en decir que todo está bien, ¿verdad? —me había calado al segundo—. Por lo menos espero que hayas denunciado a ese cabrón y le hayas sacado hasta los higadillos.

—¿Te parece que estoy forrada de pasta? Hace un rato acabé de subir mis últimas cajas a casa de mi abuela.

—¿Pero te pasa la pensión por lo menos? Yo sé que Miguel nunca se divorciará de mí; no le saldría a cuenta.

—Bueno, lo primero que pidió es una prueba de paternidad. No fuera de un recepcionista de Ghana.

—Sí, muy convincente. Será muy rico, pero se perdió las clases de plástica, de la mezcla de colores. Porque no le veo mucha tonalidad de Ghana —dijo señalando a mi hija.

—Pues en eso estamos. Prefiero que no se acerque a la niña. Para ella es un extraño, y si piensa que no es suya, pues mejor.

—¿Y qué vas a hacer?

—Por ahora quedarme en casa de mi abuela, que es mía. Puede que alquile el local y, cuando Leia comience el cole, buscaré trabajo. Buscaré otro piso y puede que venda la casa. Pero todo por partes.

—Genial, pues nada, como por ahora estarás por el barrio, nos iremos viendo. Parece que las niñas se llevan bien —dijo mirando a las niñas tirándose por el tobogán de cabeza.

—Leia, baja. Quieres matarte. ¿De dónde has aprendido eso?

—Seguramente de las mías. ¡Para qué te voy a engañar! Vamos, niñas, nos vamos para casa.

     Las niñas se despidieron de Leia. Yo tuve que pelearme un buen rato con mi hija para que entendiera que no nos podíamos quedar a jugar en el parque. Pienso que era la primera vez que jugaba en un parque de este tipo en la calle y estaba tan encantada. Me parece que la adaptación complicada iba a ser la mía

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