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Lo primero sería presentarme. Mi nombre es Beca. Qué nombre más bonito e internacional para una española, os preguntaréis. ¡Pues no! Ni mis padres son americanos, ni mi madre era fan de los culebrones y me bautizó con un nombre raro. Yo me rebauticé como Becca. Mi madre me puso Rebeca. Un nombre muy de boga después de la película de Alfred Hitchcock de los 50 y que bautizó a un estilo de chaqueta de punto y a millones de niñas durante años. Y, aunque yo nací en los 80, a mi madre le parecía un nombre con mucha clase y muy chic. Todo lo que nosotras no éramos. Deja de ser chic cuando te llaman Rebe o, lo peor, “la Rebe”.

     Como decía en la película del oso malhablado que fumaba porros, ¿no será uno de esos nombres poligoneros que empiezan por “la”? Pues sí, mi nombre era uno de esos. Así que, cuando me cambié a la universidad y mi madre se inventó una vida nueva, yo usé para reinventar la mía y rebautizarme como Becca.

     A ella le encantaba aparentar que éramos de clase alta. Toda la clase alta que puede tener un barrio obrero de Barcelona —y digo obrero para ser generosa—. Un barrio trabajador, más bien pobre, bastante azotado por la delincuencia y las drogas, que en los 90 perdió casi toda una generación por sobredosis y otras afecciones muy ligadas al consumo de estas.

     Para llegar a conocerme, tengo que poneros en antecedentes; así, a lo mejor, llegáis a entenderme, cosa que incluso yo no hago en muchas ocasiones. Fui criada por mi abuela y, a veces, por mi madre; puntualizo lo de “a veces”, porque la crianza por parte de mi progenitora era más bien escasa. Un tándem totalmente diferente y, si lo analizo con detenimiento, no entiendo cómo no desarrollé doble personalidad antes de ir al colegio. Nunca tuvimos un duro, y lo que teníamos era porque mi abuela trabajaba de sol a sol para que no nos faltara nada, pero mi madre, la primera que no tenía ni dónde caerse muerta, siempre le gustó mucho aparentar de cara a la galería. Este barrio nunca fue suficiente para ella, y siempre buscó la manera de escapar. Pero siempre la manera rápida.

     Aquí nacieron las dos Beccas que hay en mí. La parte criada por mi madre, educada para aparentar que éramos más de lo que éramos realmente. Y la parte en la que me crió mi abuela, que las cosas se consiguen trabajando duro y con esfuerzo. Ya digo yo que no entiendo lo de no ser bipolar.

     ¿Cómo soy yo físicamente? Yo no era baja; con mi 1,72, que para ser mujer estaba por encima de la media, siempre que me rebatían que era alta les informaba que estaba a tres centímetros de ser modelo. También era delgada por naturaleza, aunque después del embarazo había ganado volumen en mi tripa y en mis caderas. Todas sabemos que el embarazo cambia nuestros cuerpos, pero no creo que fuera nada remarcable. Era algo que podía solucionar con un poco de gimnasio, pero no tenía tiempo ni ganas y, si yo no me sentía mal, me importaba un huevo lo que opinara el resto. Seguía con cara de niña, siempre con los ojos demasiado grandes para mi cara ovalada. Originalmente era morena, pero, si a esto lo combinábamos con mi piel clara, parecía una copia de Miércoles Addams. Siempre me dijeron: «unas mechitas rubias te van a sentar muy bien». Pero las mechas se reprodujeron con los años y ya no me acuerdo de mi pelo moreno. Me parecía a madre igual que ella se parecía a la suya, igual que Leia se parece a mí, ya que en mi familia, en vez de útero, tenemos una fotocopiadora que hace versiones en pequeño. No tuve problemas nunca con mi aspecto y siempre estuve contenta con lo que tenía.

     Mis primeros años pasaron en el colegio y el instituto del barrio hasta que pasé al bachillerato. Allí, mi madre, que estaba de muy buen ver, se echó un novio rico. Bueno, uno de los tantos que pasó, claro. ¡Rico, rico! De los de «te pongo un negocio, un piso, un apartamento en Benidorm y mando a tu única hija a colegios privados, si son internados, mejor». Desde entonces, mi madre ha ido saltando de novio rico en novio rico y no encajaba en su nueva vida. Si sabían que tenía una hija en la universidad, la edad que decía que tenía a todo el mundo no colaría. Así que mi relación con ella ha sido un par de llamadas al año y alguna quedada para comer cuando pisaba la ciudad.

Yo fui la más pobre del internado, pero eso sí, estudiando en los mejores colegios y universidades. Estudié Administración y Dirección de Empresas en la universidad más cara de Barcelona. Pero el objetivo de mi madre estaba claro: mis estudios no eran para llegar a ser alguien importante en la vida, los míos eran para que llegara a cazar a alguien importante. Qué visión más feminista tenía mi madre, que, por sí solas, las mujeres no podemos llegar a nada y necesitamos un hombre que nos mantenga. No entiendo que fuera criada por mi abuela, una mujer independiente que nunca necesitó un hombre, pero así era su visión. Acabada la carrera, me pusieron a trabajar en un despacho de abogados horroroso que no aguantaba, pero daba dinero. Al poco, comencé a acompañar a mis jefes a eventos, galas y cosas importantes; era la más novata, pero por edad la de mejor ver, y en estos mundillos de m****a eso era más importante que tener una carrera intachable y mucha profesionalidad. Me llevaban a mí y a mi mejor amiga Gema, otra incorporación joven, a todos los eventos y nos dejaban allí como ganado para la admiración de sus clientes. Nosotras, deslumbradas un poco por todo ese mundo, no veíamos la maldad en nada y solo disfrutábamos de la situación.

     Y aquí entra el que, de ahora en adelante, llamaremos el señor Capullo. Al poco, uno de los clientes del bufete para el que trabajaba se fijó en mí y comenzó a prestarme más atención que la necesaria. Me persiguió exactamente nueve meses y medio, sin dar tregua. ¡Y dicen que la perseverancia no es una virtud! Al final cedí a una cita. Pero la educación recibida por mi madre salió a flote y comencé una relación con un tío que no me atraía ni lo más mínimo y con el que no teníamos nada en común. Me sacaba diez años, no teníamos gustos ni aficiones parecidas y parecía que lo único que nos gustaba a los dos era el dinero. Era más bajito que yo, no especialmente atractivo y comenzaba a clarearle el cartón. Pero podía ser tremendamente encantador cuando quería algo. Se sabe que la gente te trata según sus intereses. Y en ese momento le interesaba yo.

     Era un alto ejecutivo que trabajaba para una importante cadena hotelera y, en ese momento, acababa de recibir un buen ascenso. Su trabajo principal era viajar por todo el mundo buscando nuevas adquisiciones de hoteles para comprarlos baratos, reformarlos e introducirlos en su cadena de lujo. Su trabajo era viajar, ir a fiestas y gastar dinero, y me pidió que le acompañara. Necesitaba una asistente personal. Así que eso hice: abandoné mi ciudad, mi trabajo y a mi abuela por un trabajo nuevo y un hombre del que no estaba enamorada, ni siquiera me atraía —por lo menos al principio— y que me iba a tener viviendo la vida de lujo. Muchos opinarán que tuve suerte, hasta yo lo creía. Mi madre opinó que comenzaba a encauzar mi vida. Ahora, desde la distancia, lo dudo.

    

  Aunque se pueda pensar que eso es el trabajo soñado, en verdad es más duro de lo que parece. Pero, como se dice, es más fácil llorar en una playa de Bali que en un piso de cuarenta metros cuadrados en Barcelona. Trabajábamos mil horas, no teníamos un horario y lo único que se hacía era trabajar.

—Así es la vida de un ejecutivo importante, nena. Te amoldas o se te sustituye.

     Qué asco me daba que me llamara nena. Ahora mismo, simplemente con pensar en su nombre, me da una mezcla de asco y furia homicida; por eso le rebautizo como el Sr. Capullo, y ni siquiera me acuerdo de su verdadero nombre. Allí estaba yo, dándolo todo para que él pudiera triunfar en el mundo de los negocios. Yo era la mujer en la sombra.

Pero cuando una persona es m****a, nunca cambia. Solo lo hace un ratito cuando precisa o necesita algo. Después sigue siendo m****a. Y así era conmigo: una m****a el noventa por ciento del tiempo, encantador el diez restante. Y yo me engañé a mí misma, poniéndome un pañuelo en los ojos color de rosa para fijarme en los viajes y el dinero, no en las malas formas, el maltrato psicológico de un déspota con aires de grandeza.

     Después de años de relación, por un accidente, me quedé embarazada. Y así es como él lo tipificó, como un “accidente”. Después de muchas discusiones y de negarme en redondo a abortar, acabamos con la idea de que yo volvería a Barcelona, donde me quedaría con el bebé, y él seguiría con sus viajes, teniendo como puesto base la ciudad. No me quejé; yo no paraba de aumentar kilos y los viajes y las fiestas ya no formaban parte de mis inquietudes. El miedo a tener que parir en cualquier parte —dependiendo de dónde le tocara el viaje a él— era algo que me atemorizaba. Sabía que tendría la mejor atención médica que el dinero pudiera pagar, pero, para ser sincera, prefería que me tocara parir en Nueva York que en Bangladesh.

     Así que, a la mínima que mi embarazo se hizo visible, él se encargó de buscarnos una vivienda. Todo por internet, no tenía tiempo para desperdiciar en elegir personalmente la que sería la vivienda oficial de su familia.

     Escogió un piso impresionante en la parte alta de la ciudad: 135 metros cuadrados, gimnasio y piscina comunitaria. 135 metros donde yo pasaría sola los meses de espera hasta que llegara mi bebé. Una preciosa cárcel de oro.

     Y así pasaron los meses de mi embarazo. En esos momentos ya no tenía familia en la ciudad: mi abuela murió unos años antes y mi madre no estaba; y, para ser sinceros, ni hacía falta que le pidiera ayuda. Tener una nieta tampoco le hacía ilusión, ya que era la prueba final de que se estaba haciendo mayor. El Sr. Capullo tampoco estuvo en ninguna revisión médica, ni en el momento en que nos confirmaron que sería una niña. Solo recuerdo salir de la sala del ecógrafo con la foto de mi hija. Me tuvieron que explicar unas cuatro veces dónde estaba, porque yo solo veía manchas en un fondo negro. Paré en la tienda de regalos para comprarle su primer dou dou rosa, el primer juguete de muchos que tendría. En el momento del parto, él estaba a miles de kilómetros y no conoció a su hija hasta pasado un mes y medio.

     Yo lo hice todo. Intenté hablar con él para elegir el nombre de la niña y me dijo que no tenía tiempo para chorradas. Así que lo escogí yo. Llamé a mi pequeña Leía. A mi yo más freak, ese que había tenido que enterrar hacía años para poder encajar, le encantaba ese nombre. Creo que era el nombre escogido para mi hija desde que vi por primera vez La guerra de las galaxias. Una princesa guerrera, fuerte y lista. Y lo iba a necesitar.

     Sabía realmente que el nombre cabrearía al Sr. Capullo, pero era algo que me traía al pairo, ya que su trabajo acabó cuando puso la semillita, así que no tendría mucho derecho a opinar. Las pocas veces que hablábamos, la llamaba "la niña", así, a secas, como si no fuera suya.

     No se tiene que ser muy listo para saber qué tipo de relación familiar teníamos. ¡Ninguna! ¡Nada! ¡Nieth! Yo era madre soltera con un progenitor-cajero automático. Se limitaba a pasarnos su asignación y a llamarnos de vez en cuando, y si estaba muy ocupado, delegaba la llamada a su familia o a su nueva asistente. Eso sí, cuando algo no iba bien y quería desquitarse con alguien, con un par de berridos, sí llamaba él. No era suficiente estar a miles de kilómetros de él para que no pagara sus frustraciones conmigo. Ahora lo hacía por conferencia. A esas llamadas me limitaba a dejar el teléfono en la mesa y cogerlo de vez en cuando para hacer un “uuuu”. Sabía que si estaba frustrado lo único que quería era que alguien aguantara su soliloquio de quejas, gritos y regañinas, y la verdad es que no tenía tiempo para esas mierdas. Tenía que cuidar a un bebé completamente sola.

     Nuestra vida ha sido fácil estos dos años y medio. Yo he tenido todo el tiempo del mundo para dedicarle a Leía, y su padre se limitó a visitarnos en contadas ocasiones. No tenía que ser muy lista para saber que me había sustituido y que ahora estaba viajando por el mundo con una nueva asistente, unos veinte años más joven. Porque, si haces un plan renove con tu pareja, siempre consigues un modelo más nuevo.

Pero me acostumbré a la vida acomodada de mujer florero. Y la verdad es que, si hubiera querido, me podría haber tirado a un equipo de fútbol entero, incluyendo hasta a los utileros, y a él se la habría importado una m****a. Pero yo me centré en mi hija, que, gracias a Dios, no se parecía en nada a su padre, y solo quería ser la mejor madre para ella.

Y así, con la última visita del progenitor, nos vimos en la calle.

     Suerte que tenía mi casa —bueno, era de mi abuela, donde vivía con ella y mi madre antes de que ella pegara el braguetazo— y que mi abuela me dejó en herencia a mí. No tengo muy claro por qué. Supongo que porque era la única de la familia que se interesaba por su salud, por traerle cosas, por hablar con sus médicos y asegurarme de que se pinchaba su insulina. (Toda la vida haciendo de panadera había pasado factura). Y, en el fondo, por hacerle compañía. Si no podía porque no estábamos en el mismo país, lo hacíamos por teléfono o por videollamada. Con uno de mis primeros sueldos le compré un ordenador potente para poder hacer videoconferencias día sí, día también. ¡Pero por Dios, cómo no iba a hacerlo! El personaje de mi madre fue testimonial. Esa señora hizo su trabajo de parto y allí acabó buena parte de su labor como madre. Me crió mi abuela, echando mil horas en su panadería como la mujer infatigable que era, y consiguió sacarme adelante.

     No había visitado la casa desde antes de que ella muriera y llevaba años cerrada a cal y canto. Un tiempo atrás pensé que lo mejor sería venderla. El barrio se había puesto de moda para extranjeros; no lo entendía del todo, pero supongo que la cercanía a la playa era un punto importante, aunque parte del barrio pareciera estar destartalado. Yo sacaría una pasta por el inmueble, incluso sin reformar. Al ser una casa con planta baja y dos pisos, lo que harían seguramente sería tirarla al suelo y hacer un bloque de pisos. ¡Suerte que no lo hice!

     Al llegar a mi viejo barrio y entrar en la casa de mi abuela, algo me encogió el corazón. Esa casa humilde me traía tantos recuerdos. Una ola de culpa me inundó. No me había dado cuenta hasta qué punto estaba sola hasta entrar allí y revivir todos mis recuerdos. Ahora mismo, mi única familia real era esa niña que me miraba curiosa a los ojos. Se me instaló un nudo en la garganta y tuve que aguantar las ganas de llorar.

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, cariño —contesté agachándome a su altura—. Tú y yo, cariño.

—Tú y yo —repitió ella con su tono de voz cantarina, y nos dimos un abrazo.

     Ese era el momento exacto donde comenzaba nuestra aventura, nuestra nueva vida, y estaba muerta de miedo. Solo quería seguir a pies juntillas el plan que había trazado en la cabeza para salir de aquí y volver a la que consideraba que tenía que ser nuestra vida.

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