Odiaba y amaba esta casa a partes iguales. Creo que en ella pasaron los mejores y los peores momentos de mi infancia. Recordaba los buenos momentos con mi abuela, ayudándola en la pastelería, horas y horas aprendiendo. Y los malos. Cuando mi madre nos abandonaba para vivir una nueva vida de fantasía y, más tarde, cuando volvía derrotada cada vez que su nueva vida se desmoronaba, cosa que pasaba una y otra vez. Cuando volvía decía que estaba bien, que lo había dejado ella, pero no lo estaba. Destrozada y con el corazón roto, mi abuela se la bajaba a la panadería, le ofrecía un chocolate y le decía que todo saldría bien. Entonces pasaba un tiempo en que éramos una familia feliz. Hasta que mi madre volvía a encontrar un nuevo amor y desaparecía. Odié a mi madre muchísimo por ser así, y me he convertido en ella. Dicen que los patrones se repiten, que es algo inconsciente. Y aquí estoy, volviendo al hogar después de que mi historia no haya funcionado. Pero en mi caso es mucho más cruel, ya que no está aquí mi abuela para prepararme un chocolate caliente, decirme que en la familia somos mujeres fuertes y que estaremos bien.
Pero tenía que estar contenta: disponía de una casa antigua en un barrio cerca de la playa, en Barcelona. Si la hubiera vendido, podríamos vivir tranquilas, sin agobios, durante un tiempo. Pero en estos momentos esa casa era lo único que podía llamar hogar, y mi hija necesitaba un hogar, y yo también. Solo volver a entrar en ella me volvió a apretar la presión en el pecho, el nudo en la garganta. Lo noté al pensar en venderla.
Era una casa en medio de una gran ciudad. Una planta baja donde mi abuela tenía su negocio, y este seguía pulcramente ordenado desde el día que se jubiló. Lo único que evidenciaba el paso del tiempo era la gruesa capa de polvo que lo cubría todo. Arriba, las dos plantas superiores donde teníamos nuestra casa. En la segunda planta había comedor, cocina y un baño, y tres habitaciones en el siguiente piso. La última remodelación, supongo, sería en los 60, y así está anclada en el tiempo. Había pensado en una gran remodelación, pero para ser sincera ahora no era el mejor momento. El dinero no se caía de mis bolsillos y, aparte, teníamos que vivir en ella.
Guardé todas las pertenencias de mi abuela pulcramente en cajas. Parecía mentira que en cinco años nadie hubiera hecho ese trabajo. No, parecía mentira que en esos cinco años yo no hubiera pisado esa casa para hacerlo. Esa casa era como un mausoleo dedicado a ella. Todo lo bajé al almacén; cuando tuviera más fuerza, seleccionaría.
Pinté, cambié los viejos muebles por cosas de Ikea y en nada ya teníamos nuestro hogar, nada lujoso, pero para nosotras. Para el tiempo que íbamos a estar allí, eso valdría. Las cosas ya mejorarían.
Aunque odiaba realmente ese barrio, no pude remediar bajar a vagabundear un poco por sus calles. Le iba contando cosas a mi hija, que no entendía la mitad, pero me miraba contenta.
—Aquí la mamá compraba chuches y aquí íbamos en bici. Y mira, ese era mi colegio.
Por casualidades de la vida pasamos a la hora de la salida. Había infinidad de madres y niños de todas las edades saliendo por la puerta. La acerqué a la valla para que viera mejor el cole.
—¿Rebe? —escuché a mi espalda y me hizo volver de mi mundo de recuerdos.
Me costó un poco reconocerlo. Pero esos ojos azules eran difíciles de olvidar.
—¡Ostras, Pau! Cuánto tiempo.
—Ya te digo, estás muy cambiada, no pareces tú —me dijo mirándome.
Y era verdad; ni mi estilo ni mi forma de vestir pegaban nada con este barrio, gracias a Dios, o con la que era yo cuando vivía en él.
—Bueno, la gente cambia. Y ahora soy Becca.
—Ya te veo, ya —no sé si eso era bueno o malo—. ¿Esta es tu niña?
—Sí, es mi peque. Va a hacer tres años. ¿Tú traes a los tuyos aquí?
—No, qué va. Yo soy soltero. Yo trabajo aquí. Soy profe de gimnasia y el coordinador de deportes.
—¿Trabajas aquí? —me salió con tono despectivo. ¿Cómo un hombre maduro podía tener ese trabajo? Es el trabajo de un adolescente. ¿Qué debe cobrar? El sueldo mínimo. Algo más por los años que lleva. Pero no podía imaginar cómo podía estar en un puesto como ese. Sin expectativas laborales, sin poder avanzar.
—Sí, bueno, de lo mío, con el deporte, con los críos —me dijo con una sonrisa radiante. Creo que notó mi expresión porque cambió la cara—. Es un trabajo honrado —apostilló.
—Claro —dije. Pero supongo que no le puse el suficiente énfasis.
Me fijé que alrededor se amontonaban niños que no paraban de saludarle mientras salían de la escuela. Él saludaba a cada uno de manera cariñosa. Pero no eran solo los niños los que le hacían corro, sino que un grupo de madres estaba con sus ojos fijos en él, miraban y cuchicheaban.
—Pau —una peque no mucho mayor que la mía se tiró a sus brazos y él la tomó en ellos.
—Hola, Naia, ¿ya te vas para casa?
—Sí —dijo la niña feliz, afirmando con la cabeza.
—Perfecto, preciosa, nos vemos el lunes.
—¿Naia no le das un beso a Pau? —dijo la madre de la niña.
—No —soltó mientras la pequeña corría en círculos alrededor.
—Pues ya se lo doy yo —y la madre, ni corta ni perezosa, se acercó a Pau, se puso de puntillas ya que le sacaba una cabeza, y le plantó dos besos en las mejillas. No pude disimular mi cara de póker cuando la señora, con una expresión entre la satisfacción y la vergüenza, cogió a la niña y se fueron por piernas.
—Es una de las de P3. Y la tengo mimadísima —presumió nuevamente con orgullo.
—¿A la niña o a la madre? —otra vez demasiado borde.
—Aquí las madres son muy cariñosas.
—Claro —no creo que afectara que fuera un chico muy atractivo. ¿Sería por eso que eran tan cariñosas las madres?
—¿Vas a traerla a este cole el año que viene?
En ese momento, otra madre con su hijo abordó a Pau. Fue perfecto, ya que no sabía cómo disimular mi cara de fastidio. Su comentario me dolió muchísimo. Es cierto, mi abuela murió repentinamente hacía unos cinco años. Y estaba sola. Yo me enteré en Filipinas y mi jefe/pareja me prohibió ir, así como lo digo, me lo prohibió. Por mí, ya se podía ir un poco a la m****a, y compré el primer pasaje que encontré para España y provoqué una de las peleas más memorables en la que, aparte de una habitación de hotel destrozada, un poco más y acabé cobrando yo. Pero todo fue en vano: no pude llegar a tiempo a su entierro. No solo eso, mi madre tampoco se encargó de los preparativos del entierro, ya que estaba muy atareada con su vida de mujer florero. Lo hicieron sus amigas del barrio. Yo intenté gestionar todo lo que pude desde el extranjero, pero no pude hacer nada para llegar a tiempo. Es algo que no me he perdonado.
Otra madre le estaba coqueteando de una manera descarada. Esa situación, cómica y ridícula a la par, me hizo darme cuenta del cúmulo de madres que estaba allí sin quitarle los ojos al chico que cuidaba de sus hijos con cariño y dedicación. Pero no lo hacían como agradecimiento. Por las caras y las miradas de las susodichas, era un tema de pura lascivia. Aprovechando mi situación privilegiada, analicé un poco más a fondo la situación.
Era un hombre guapo, para qué voy a mentir. Era muy guapo. Aquel niño delgado y con un cuerpo desproporcionado se había convertido en un hombre alto y musculoso, pero en ese punto perfecto que da el deporte sin tener que machacarte continuamente en el gimnasio. Cabello castaño y medio rizado, con unos preciosos ojos azules, barba de tres días, y lo que más me gustaba era una sonrisa constante de felicidad en sus labios. Aparte, iba vestido con unos pantalones cortos y una camiseta de deporte que dejaba parte de su musculatura al descubierto. Me sorprendí mirándolo de la misma forma que lo hacían las madres a mi alrededor. ¡Dios, qué me pasaba!
—Pau, me voy que te veo atareado.
Solo le sonreí como agradecimiento antes de despedirme. No, mi hija no iba a ir a ese cole. Yo era una persona resolutiva, con un currículum brillante, me iba a reponer e iba a seguir nuestros planes establecidos: la escuela de Leia, mudarnos a un ambiente más adecuado… solo necesitaba unos meses para recuperarme. Solo eso.