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De verdad que no me apetecía nada la fiesta de antiguos alumnos. ¿Qué era esto, un instituto americano? No, era un colegio español. Y todos sabemos cómo estaremos los alumnos: más viejos, punto. No va a haber multimillonarios ni famosos ni ningún deportista. Son albañiles, dependientas y contables. A veces, al hacer estas reflexiones, aparecía mi vieja yo. ¿Quién era yo? Una pastelera soltera con una hija. No sé qué decía de los demás.

Todo comenzó hace unas semanas, cuando fui a cenar a casa de Lorena.

—¿Sabes que me han encargado parte del catering para la reunión de antiguos alumnos? —dije.

—¡Qué bien! Nos lo pasaremos genial —contestó Lorena.

—Yo no voy a esa mierda ni loca.

—¿Por qué no?

—Porque las reuniones de antiguos alumnos son penosas. La gente quiere fardar de sus logros en la vida, y para lo único que sirven es para ver que estamos más viejos, más gordos y más calvos.

—Mira, Miguel —dijo mirando a su marido—, te está describiendo a ti.

Él se limitó a asentir con la cabeza
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