Cuando Liam salió del edificio, todavía con el ceño fruncido por todo el caos del día, encontró a Amara esperándolo en la acera. Ella estaba allí, de pie, con los hombros tensos y las manos entrelazadas como si temiera romperse.
—¿Me crees, Liam? —preguntó con la voz temblorosa—. No soy culpable.
Él la miró largamente, con ese silencio que podía destruirla o salvarla. Al final, asintió.
Ese pequeño gesto fue suficiente para que Amara sintiera cómo una chispa de esperanza prendía dentro de su pecho.
Sin decir más, Liam la tomó suavemente por el brazo y la condujo hasta su auto. El trayecto fue silencioso, pero no incómodo; era un silencio cargado de cosas no dichas.
Al llegar a su departamento, le abrió la puerta y la dejó entrar primero.
Amara caminó al interior, aún estaba nerviosa, quería preguntar algo que tenía miedo de que no se hiciera realidad, se dio algo de valor y por fin habló.
—Liam… —susurró, girándose hacia él—. ¿De verdad vamos a casarnos?
Él cerró la puerta sin apartarl