Leslie conducía su auto a toda velocidad. Las luces de la ciudad se mezclaban con las lágrimas que nublaban su vista, convirtiendo el camino en una estela borrosa de colores y recuerdos rotos.
El volante temblaba bajo sus manos, y su corazón latía tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho.
—Lo siento, Donato… —susurró con voz entrecortada, mientras el aire frío se colaba por la ventana entreabierta—. Me duele tanto… pero no importa, ¿me oyes? No importa… incluso si no tenemos dinero, si todo se viene abajo, ¡nos amamos! Eso debería bastar, ¿no? ¡Nuestro amor es lo único que debe importar!
El eco de su propia voz la rompió por dentro. Sabía que se mentía. Sabía que nada de lo que decía podría reparar lo que estaba a punto de hacer.
Cuando llegó a la mansión, el silencio del amanecer la recibió con un peso insoportable.
Dejó las llaves caer sobre la mesa, sin mirar atrás, y corrió escaleras arriba. Golpeó la puerta de Travis con tanta fuerza que los nudillos se le enrojecieron.
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