El silencio del pasillo era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Solo se oía el zumbido distante de una lámpara y el golpeteo de unos tacones acercándose con lentitud.
Leslie estaba sentada en la sala de espera, los ojos hinchados, las manos temblorosas. Cuando el médico salió y la miró con expresión grave, su corazón se desplomó.
—En ese caso —dijo él con voz profesional, sin una pizca de compasión— me temo que el señor Donato Shepard entrará en la lista de pacientes que esperan un trasplante. Pero… —bajó la mirada—, por su edad y su condición, las posibilidades son mínimas. Tendremos que esperar su eventual muerte. Lo siento, sin un trasplante, no podrá vivir.
Las palabras le cayeron encima como una sentencia. Leslie sintió que el suelo se le abría bajo los pies.
Se llevó las manos al rostro, y un sollozo profundo brotó de su pecho. No podía ser… no podía perderlo.
Había sobrevivido a todo: a la humillación, al desprecio, al odio del mundo entero, solo por él.
A unos metros