Cuando Sídney abrió los ojos, la luz que se filtraba por las cortinas de la habitación la cegó por un instante.
Todo a su alrededor olía a desinfectante y a ese aroma frío y metálico que solo los hospitales parecen tener.
Su respiración era irregular, y un dolor sordo en las sienes le recordaba que había estado inconsciente.
Al enfocar la vista, la primera figura que reconoció fue la de Connor, sentado junto a la cama. Él la miraba con esa mezcla de preocupación y alivio.
—¿Cómo te sientes? —preguntó con voz grave, controlada, pero cargada de una tensión latente.
Sídney llevó una mano temblorosa a su cabeza, intentando recomponer el caos de imágenes que su mente le lanzaba como fragmentos rotos de un sueño angustiante.
Y entonces lo recordó todo: el miedo, la carrera contra el tiempo, la sensación de vacío… Sus ojos se abrieron de golpe, y su mano bajó instintivamente hacia su vientre.
—¡Mi bebé! —gritó, con un hilo de voz que se quebró en desesperación.
Connor se inclinó hacia ella, t