Cuando Sídney entró a la habitación, lo primero que sintió fue un nudo en la garganta. La tenue luz del hospital apenas iluminaba el pequeño cuerpo recostado en esa camita blanca.
Liam estaba tan quieto, tan frágil… y aun así, en medio de toda esa vulnerabilidad, seguía siendo el reflejo más perfecto del hombre que alguna vez amó.
Su cabello oscuro estaba revuelto y sus ojos, esos ojos tan increíblemente azules, parecían dos cristales de hielo fundidos con inocencia y dolor. Eran idénticos a los de su padre. Demasiado idénticos.
Se le escapó una sonrisa rota. Porque, aunque lo adoraba con cada fibra de su ser, no podía ni siquiera besarlo o acariciarlo. Llevaba aquel traje especial, esa barrera estéril que la separaba de su propio hijo.
—Mami... —susurró Liam con voz débil, sus ojitos apenas abiertos—, quiero ir a casa...
Y ahí, justo ahí, el corazón de Sídney pareció colapsar en su pecho.
Un niño de casi tres años no debería vivir con agujas, ni rutinas de medicamentos, ni sueños interrumpidos por dolor.
Tragó saliva, apretando los puños dentro del traje.
—Mi amor… mamita va a salir un ratito, va a ir a conseguir la medicina que te hará sentir mejor —dijo con ternura fingida, esa que solo nace cuando una madre quiere que su hijo crea que todo estará bien, aunque por dentro el alma se desangre.
Liam parpadeó, curioso.
—¿Y me traerás un regalo?
Los ojos de Sídney se humedecieron al ver cómo, incluso enfermo, su hijo seguía siendo un pequeño lleno de luz.
—Claro que sí, mi cielo —respondió, esforzándose por sonreír—. Esta vez será un regalo muy, muy especial...
—¿Cuál? —preguntó con esa emoción chispeante que solo tienen los niños.
Ella respiró hondo. Era ahora o nunca.
—¡Un hermanito!
Liam abrió los ojos con asombro, como si le hubieran dicho que el universo entero cabía en su manita.
—¡¿Un hermanito?! ¡Sipí! —exclamó con una sonrisa enorme que le iluminó todo el rostro—. Mami… ¿y también puedes traer un papito?
El corazón de Sídney se partió en mil pedazos.
Sintió cómo las lágrimas querían escapar, pero se aferró a su última pizca de entereza. Se agachó un poco, tan cerca como le permitía ese maldito traje, y le susurró:
—Te amo, hijo… La madrina se quedará contigo, ¿sí? Mamá volverá pronto. Te lo prometo.
Él asintió con esa tranquilidad.
Sídney se sintió débil. Las piernas le temblaban, apenas cruzó la puerta estéril de la unidad médica. Su pecho pesaba.
El traje especial que usaba para ver a su hijo comenzó a asfixiarla, así que se lo quitó con torpeza, dejando que el aire helado acariciara su piel. Quería llorar.
Siempre que entraba a esa sala, ese maldito lugar donde su pequeño sobrevivía conectado a máquinas sentía que el alma se le resquebrajaba en mil fragmentos.
Pero no podía llorar. No debía. Su hijo no necesitaba a una madre rota. Necesitaba a una madre dispuesta a todo.
Caminó hacia la salida arrastrando los pies, como si cada paso pesara toneladas. Se detuvo a mitad del pasillo, tragando saliva, conteniendo el llanto, mirando al vacío como si buscara respuestas.
—Haré lo que sea… —susurró con una determinación dolorosa—. Lo que sea por salvar la vida de mi hijo.
***
Al día siguiente, Sídney se presentó en esa clínica privada de fertilidad.
Estaba recostada en la camilla, con una bata abierta por la espalda y la mirada clavada en el techo blanco.
Sintió el pinchazo.
—Listo, señora —dijo la enfermera con tono mecánico—. Tendrán entre 24 y 40 horas para intentar la concepción antes de que el óvulo deje de estar disponible.
Las palabras flotaron en el aire como una sentencia. Sídney apenas asintió, incapaz de responder.
Sus manos temblaban mientras se bajaba de la camilla. Le temblaban los labios, la barbilla, las piernas.
Todo su cuerpo gritaba que no, pero su corazón —ese corazón destrozado por la enfermedad de su hijo— decía que sí.
Salió apresurada.
Al llegar a su auto, se detuvo frente a la puerta, respirando agitadamente. Su corazón latía con una furia que parecía querer derribar su pecho. Cerró los ojos, tomó el teléfono y marcó.
Uno… dos tonos… y al tercero, respondió.
—¿Diga?
Su voz.
La voz de Travis, ese hombre que una vez amó hasta los huesos… y que luego la traicionó.
—Hola, querido esposo —dijo Sídney con una ironía tan amarga como su tristeza—. ¿Aún te acuerdas de mí?
Un silencio tenso estalló al otro lado de la línea. Casi podía oír el crujido de su rabia atravesando el auricular. Pero finalmente, él habló:
—¡Maldita seas, Sídney! ¿Por qué llamas ahora? ¿Por qué desapareciste?
Ella cerró los ojos, dejando que una sonrisa dolorosa se dibujara en sus labios.
—¿Me extrañaste?
—¡Jódete! —gruñó él—. ¡Quiero que firmes el maldito divorcio de una vez!
—Lo haré —respondió ella, con una calma que no sentía—. Firmaré el divorcio.
El silencio que siguió fue distinto. Sorpresa. Duda. Travis no lo esperaba. No tan fácil.
—Entonces… —dijo con rapidez, recuperando la voz—. Firmemos el divorcio mañana, a las diez, en el despacho.
—No tan rápido —respondió Sídney, con una sombra de veneno en la voz—. Estoy dispuesta a firmar… pero antes, tendrás que concederme dos deseos.
—¿¡Qué malditas cosas quieres ahora, Sídney!? —espetó, casi escupiendo las palabras.
Ella inhaló hondo. Su voz fue clara, firme, incluso desafiante:
—La primera te la diré yo: si quieres que firme el divorcio, entonces esta noche… debes pasarla conmigo. En mi cama. Haciendo el amor como lo hacíamos antes.
Hubo un segundo de incredulidad. Luego, un estallido.
—¡Jamás! ¡Nunca me acostaré contigo! ¡Me das asco!
—Entonces no firmaré el divorcio —respondió ella con frialdad—. Nunca te casarás con tu amante. Nunca serás libre.
El silencio esta vez fue más largo. Más rabioso. Más humillante.
Y entonces, él cedió.
—Está bien… —dijo con el veneno empapado en la lengua—. Ven en dos horas a la villa. Hagamos esto. Si eso significa librarme de ti, incluso puedo regalarte una maldita noche.