Sídney cortó la llamada.
Su mano temblaba. El celular casi se le resbaló de los dedos.
Su cuerpo entero estaba invadido por un escalofrío eléctrico, su corazón golpeaba como un tambor desbocado.No quería ir. No por él.
Ese amor que antes le iluminaba la vida se había transformado en otra cosa… en vacío, en cicatrices, en instinto.
Ya no lo amaba de esa forma loca, arrebatada, adolescente.Solo pensaba en su hijo.
***
La noche era espesa. La oscuridad parecía apretar la atmósfera.
Sídney se detuvo frente a la villa. La misma.
La que fue su hogar, su esperanza y su infierno.
Sus piernas temblaban, la garganta le ardía, pero el orgullo la mantuvo en pie.Descendió del auto. El silencio era tan brutal como los recuerdos que se le venían encima.
Subió los peldaños. Tocó la puerta.
Él abrió.
El mundo se detuvo por un instante.
Sus miradas chocaron como espadas.
Travis seguía siendo imponente. Alto, masculino, con ese aire oscuro que la estremecía.
Su perfume la envolvió de inmediato: madera, lluvia, árboles húmedos...
Un aroma que había amado… y odiado.
Pero sus ojos. Fríos. Duros.
Dos témpanos de hielo que no ofrecían perdón.
—Entra —ordenó.
Sídney obedeció.
Sintió que tragaba fuego.
Cada paso dentro de esa casa era como caminar sobre brasas.
Una parte de ella suplicaba correr… La otra, la más herida, la desafiante, la obligaba a quedarse.
—¿Así que has venido por sexo? —su voz era veneno—. ¿No tienes ni un poco de vergüenza?
Ella lo miró de frente. Sintió su desprecio como un cuchillo. Luego sonrió. Lenta. Retadora.
—Un trato es un trato, ¿no?
Travis apretó los puños, los nudillos pálidos de rabia.
—¿Tan poca cosa eres… que no pudiste conseguir un gigoló?
Sídney sintió el ardor en el pecho, pero su orgullo rugió.
—Resulta que… te me antojaste tú.
Él dio un paso hacia ella. El ambiente se tensó.
—Bien. Ya que me deseas tanto… acabemos con esta porquería.
La tomó del brazo. Fuerte. Brusco.
Sídney sintió miedo, sí. Pero también calor. Una chispa antigua encendida.
Travis la arrastró, casi sin mirarla, hacia la habitación.
***
La recámara estaba envuelta en penumbra.
Solo la luz pálida de la luna filtrándose entre las cortinas iluminaba sus siluetas.La tensión podía palparse en el aire.
—¿Qué esperas para complacerme? —gruñó—. ¿No es lo que viniste a buscar?
Ella lo miró.
Sus ojos despedían fuego.
Había rabia. Orgullo herido. Y un deseo feroz, peligroso.
Travis se acercó. Su respiración era pesada.
Sus pupilas estaban dilatadas por el deseo.
Colocó ambas manos sobre sus hombros.
El calor de sus palmas la hizo estremecer.
Subió una mano por su nuca, enredando los dedos en su cabello.Tiró de él, firme, haciéndola jadear. Sus labios encontraron su cuello. La besó con furia, con hambre.
Sídney sintió el calor en su abdomen estallar.
El cuerpo le ardía. Temblaba.
Entonces él la empujó hacia abajo, quitándose el pantalón. Obligándola a arrodillarse.
Su rostro quedó frente a su imponente erección, erguida, palpitante.
Ella alzó la vista.
Travis la miraba, con esa mezcla de deseo y desprecio.
Quiso negarse. Pero su cuerpo la traicionaba.
Su corazón galopaba, sus piernas eran de gelatina.
Lo deseaba, aunque odiara hacerlo.
Travis no esperó. Sujetó su hombría y la empujó hacia sus labios.
La obligó a tomarlo, a saborearlo, a complacerlo.
Ella lo hizo, su lengua lo acariciaba con rabia contenida.
Travis gruñía. Sus caderas se movían con desesperación.
Ella sonrió. Estaba quebrándolo.
Él lo sabía.
Travis la detuvo bruscamente.
La tomó del cuello, presionando sin lastimar.
—No sueñes, mujer. Aquí no hay amor —escupió, con voz de hielo.
La alzó del suelo como si no pesara. Le arrancó el vestido con una violencia sensual.
La despojó de todo. Ahí estaba, desnuda ante él. Vulnerable y Hermosa.
La volteó de espaldas, la empujó contra la pared.
Su erección la rozó. Ella jadeó.
Su mano bajó hasta su centro, la encontró húmeda. Listísima.
Comenzó a acariciarla con furia. Sídney gimió.
Ya no podía pensar. Solo sentir.
Él la penetró de golpe. Rápido. Firme.
Ella gritó. Su espalda se arqueó.
Su cuerpo lo aceptó con devoción.
La lengua de Travis recorría su espalda desnuda. Su mano se apoderó de sus pechos, de su cintura, de todo. Ella se derretía con cada movimiento.
Estaba al borde. Iba a correrse. Pero él se detuvo.
Salió de ella. Sídney jadeaba. Creyó que se desplomaría.
Pero Travis la sostuvo.
La alzó. La llevó a la cama. Se tumbó sobre ella. La miró a los ojos.
Y volvió a entrar en ella. Más profundo. Más feroz.
Como si quisiera romperla desde dentro.
Sus cuerpos se fundieron como fuego y gasolina.
Las respiraciones eran jadeos, los gemidos, gritos ahogados. Y cuando llegaron al clímax, Sídney gritó, envuelta en llamas.Lo hizo contra su pecho. Con rabia. Con gozo. Con locura.
Travis no dijo nada. Pero al final, con voz baja, amarga, escupió su sentencia:
—Una vez te amé, Sídney. Pero tú… tú mataste mi amor al ser cómplice del asesinato de mis padres.