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Esposa imperdonable
Esposa imperdonable
Por: J.D Anderson
Capítulo: Él quiere el divorcio

—La abuela por fin ha muerto —anunció Travis Mayer con una voz que heló el aire—. Ahora, ya no tengo por qué seguir atado a una mujer como tú... con el corazón oscuro y la sangre de hielo. ¡Quiero el divorcio, Sídney!

Sídney sintió cómo el mundo se le resquebrajaba en un solo segundo.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente, incrédulos, como si no acabaran de comprender lo que acababa de escuchar.

Estaba sentada en el sofá del salón principal, vestida de negro riguroso, como dictaba el luto. Sus manos temblaban, apenas logrando sostenerse la una con la otra. El temblor de sus dedos no era por frío... era miedo. Miedo a lo inevitable. Miedo a perder lo poco que aún conservaba.

Claro que lo esperaba. Una parte de ella siempre supo que ese día llegaría.

Las familias Shepard y Mayer compartían décadas de vínculos inquebrantables: alianzas de negocios, bodas arregladas, una amistad conveniente entre las familias... hasta que su padre, el hombre que le dio la vida, cometió la traición más atroz.

Intentó robar la fortuna de ambas familias. Y en el intento, terminó matando a los padres de Travis.

Desde entonces, el apellido Shepard quedó manchado para siempre. Su padre en la cárcel, condenado a cadena perpetua. Ella, convertida en el recordatorio viviente de una tragedia.

Travis arrojó los papeles de divorcio a sus pies como si fueran basura. Como si ella lo fuera.

—¡Firma el divorcio! —gruñó, con los ojos encendidos de furia—. Ella ha vuelto.

Sídney apenas logró articular palabra.

—¿Ella? —susurró, sintiendo que la garganta se le cerraba.

—Leslie —pronunció él, como si nombrara a una diosa—. La única mujer que me ha amado. Ahora que la abuela ya no está, no hay nadie que nos impida ser felices. Para siempre.

El alma de Sídney se desmoronó por completo. Sus piernas flaquearon y se dejó caer al suelo, como una muñeca rota, sin fuerzas. Las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas al principio, luego incontenibles.

Se arrastró hasta él, aferrándose a un último rayo de esperanza.

—¡Por favor, Travis! —suplicó con la voz quebrada—. Yo te amo... no me dejes. Podemos volver a intentarlo, estoy segura de que tú también sientes algo. No puede haber sido todo mentira... déjame demostrártelo.

Pero lo que recibió no fue compasión. Ni siquiera desprecio. Fue peor: risa. Una carcajada seca, burlona, cruel. Una risa que dolía más que mil insultos juntos.

—¿Amor? —repitió con veneno—. Yo nunca te he amado. ¡Nunca te amaré! Lo nuestro fue un pacto, un arreglo, un castigo que tuve que soportar por años. Firma ese maldito divorcio. Lo que hubo entre nosotros... terminó.

Sin decir más, se marchó.

Y el silencio que dejó tras él fue más ensordecedor que cualquier grito.

Sídney se quedó ahí, sola, tirada en el suelo, llorando como una niña abandonada. Cada sollozo sacudía su cuerpo. El maquillaje se le corría por las mejillas, pero no le importaba. Ya nada importaba.

«¿He perdido la dignidad?», pensó.

«¿He tocado fondo?»

Quizá sí. Pero también sabía que no todo era en vano. Todo tenía un propósito.

Con las manos temblorosas, sacó de su bolsillo un papel arrugado y manchado de lágrimas: una prueba de embarazo. Positiva. De hacía apenas una semana.

Llevaba días guardándola, esperando el momento adecuado para decírselo.

Desde hacía un mes, Travis se había mostrado diferente... más cercano, más humano. Hacían el amor casi todos los días, hablaban por horas, compartían silencios que ya no parecían incómodos.

Ella creyó, de verdad, que lo estaba conquistando. Que el odio había comenzado a diluirse.

Se equivocó. Se equivocó tanto…

Se abrazó el vientre, aún plano.

—Lo siento —susurró al bebé que crecía dentro de ella—. Quise darte un padre… de verdad lo intenté. Pero no pude. No me dejó.

Se limpió el rostro, se obligó a respirar hondo. No iba a rogarle más. No iba a arrastrarse por un hombre que la había rechazado incluso después de entregarle su alma. Lo amaba, sí. Lo amaba con cada rincón de su ser… pero su amor ya no bastaba.

Y ese hijo que llevaba dentro merecía algo mejor.

—Ahora tendrás una madre que te amará por los dos.

Con una calma fría y dolorosa, se levantó. Tomó una maleta, metió algo de ropa, dinero y documentos. No miró atrás.

Cuando Travis regresó unas horas más tarde, lo único que encontró fue un salón vacío y los papeles de divorcio sin firmar, tirados en el suelo.

Sídney no estaba. No había nota, ni mensaje, ni despedida.

Y por mucho, mucho tiempo… no volvió a saber de ella.

***

Tres años después.

El reloj de pared marcaba las once de la mañana y la única fuente de luz en el consultorio provenía del ventanal que daba al jardín.

Sídney estaba sentada en una de las sillas junto al escritorio del médico, con las manos entrelazadas sobre el regazo y el corazón, latiéndole con fuerza en el pecho.

El doctor Carrington la observó con una expresión grave, cargada de empatía, pero también de impotencia.

—Señora Shepard… —comenzó con voz pausada, acariciando con los dedos el expediente médico sobre el escritorio—. Su hijo, Liam, tiene Síndrome de Inmunodeficiencia Combinada Severa…

Sídney alzó la vista, sintiendo que el mundo entero se le desmoronaba.

—¿Qué… qué significa eso?

—Es una condición extremadamente grave —explicó el doctor con tono delicado—. El sistema inmunológico de Liam prácticamente no funciona. No puede defenderse de virus, bacterias, ni siquiera de los gérmenes más comunes. Para él, un simple resfriado podría ser mortal. Es como… como vivir en una burbuja de cristal. Aislado del mundo.

Sídney sintió un nudo atroz en la garganta. Sus labios comenzaron a temblar.

—¿Y qué… qué se puede hacer? ¿Qué tratamiento necesita?

El doctor la miró con compasión. Era la parte más difícil.

—Lo único que podría salvarlo es un trasplante de médula ósea. Pero no de cualquier persona. Necesita un donante cien por ciento compatible, y la única forma real de lograrlo es con un hermano genético, concebido con los mismos padres.

Sídney se llevó una mano al pecho, como si el aire hubiera desaparecido de pronto de la habitación.

—¿Un… un hermano? —repitió en voz baja, incrédula.

—Sí. Un hermanito podría ser la mejor y quizás única opción de salvar a Liam. Pero debe ser concebido con el mismo padre biológico. Solo así hay posibilidad de compatibilidad perfecta para el trasplante.

Los ojos de Sídney se llenaron de lágrimas.

El nombre surgió de inmediato en su mente como una daga: Travis Mayer. El padre de Liam.

El hombre que no solo la había abandonado, sino que había jurado no querer volver a verla jamás.

Un hombre que la odiaba y la aborrecía más que a nadie en el mundo.

—¿Con Travis? —susurró apenas, como si el solo hecho de decir su nombre la quebrara.

Su cuerpo entero temblaba.

Se llevó una mano al vientre, por el horror de lo que implicaba esa decisión.

«¿Cómo voy a pedirle eso? ¿Cómo voy a volver a acercarme a él… después de todo lo que pasó? ¿Cómo tener un hijo con el hombre que más me odia?»

Pero cuando pensó en Liam… supo que, por su hijo, era capaz de todo.

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