Mundo ficciónIniciar sesiónCAPÍTULO 4 — EL INICIO DE LA OSCURIDAD
La primera sensación que tuvo Carolina al volver en sí fue el frío. Un frío lento, espeso, que parecía nacerle desde el pecho y expandirse por todo el cuerpo como un manto de hielo. No sabía dónde estaba. No sabía cuánto tiempo había pasado. Lo único que sabía era que algo dentro de ella ya no estaba. Un sonido suave, casi imperceptible, marcaba el ritmo de un monitor cardíaco. Las luces del hospital parecían demasiado brillantes… o quizás eran sus ojos los que no podían sostenerlas. Parpadeó varias veces, desconcertada, porque algo estaba diferente. Los contornos que veía siempre nítidos ahora parecían disolverse, como si estuvieran flotando en agua. —Carolina… ¿me escuchás? —La voz del médico llegó amortiguada, como si estuviera hablando desde otra habitación. Ella quiso responder, pero la garganta se le cerró en un nudo de dolor y miedo. —Tranquila —continuó él—. Estás a salvo. Ya pasó lo más urgente. Carolina respiró lentamente. No quería preguntar. No quería decirlo. Pero la ausencia en su vientre era un vacío demasiado obvio. —¿El… bebé? —susurró, apenas audible. El médico bajó la mirada. —Lo siento mucho. Ese fue el momento exacto en que su alma se quebró en un silencio tan hondo que ni siquiera el llanto pudo llenarlo. No había lágrimas suficientes en el mundo para ese dolor. Ni consuelo posible,quiso gritar pero vio a su lado a una señora durmiendo con cables y una máscara de oxígeno.Se trago el llanto. No quiso preguntar “por qué”. Solo cerró los ojos y dejó que el dolor le perforara cada parte del pecho. Cuando abrió los ojos nuevamente, notó algo más. Una sombra. Una mancha oscura invadía el borde derecho de su visión. Parpadeó. La sombra no se iba. Los contornos de la sala se difuminaban. Las luces brillaban demasiado. Los colores se mezclaban como si estuvieran derritiéndose. El médico lo notó. —Carolina, qué¿te pasa ?¿ves borroso? Ella tragó saliva. —No… no sé. Hay sombras… halos… como si todo… —buscó palabras y no las encontró— como si todo se estuviera apagando a los bordes. El médico intercambió una mirada grave con la enfermera. —Voy a llamar al oftalmólogo ahora mismo. El diagnóstico llegó esa misma tarde, después de una batería de estudios, luces, gotas, aparatos que le abrían los párpados y preguntas que la mareaban. Glaucoma avanzado. Una condición hereditaria. La misma que tiene su madre. La misma que había arruinado la vida de la mujer que más amaba. —Carolina —dijo el especialista, con tono prudente, casi cariñoso—, tu presión ocular está peligrosamente elevada. Este cuadro no se desarrolló de un día para el otro; viene de hace tiempo. El estrés te pudo desencadenar el episodio que tuviste hoy… y la pérdida del embarazo agravó todo. Carolina cerró los ojos, respirando hondo. Sentía que el universo le había tirado el cuerpo entero encima. —¿Voy a quedar ciega? —preguntó, sin rodeos, con la voz quebrada. El médico no mintió. No quiso maquillar nada. —Si no hacemos nada… sí. Con medicación, podemos frenar temporalmente el avance. La operación podría mejorar tu visión y evitar la ceguera, pero es riesgosa. Muy riesgosa.Existe la posibilidad de que mejoremos y existe la posibilidad de que pierdas la vista durante el procedimiento. Carolina apretó las sábanas entre los dedos. La vida ya le había arrebatado un bebé. La vista. La estabilidad. El futuro. ¿Y ahora debía elegir entre quedar ciega ya… o arriesgarse a quedar ciega después? —Mi madre… —susurró—. Ella no se operó. —No llegó a tiempo quizás —dijo el médico, con delicadeza—. Y también seguro tuvo miedo. Carolina apoyó la mano sobre los ojos y dejó que un sollozo silencioso escapara. Era demasiado. Pidió que llamaran a su abogado el doctor Vera. Cuando él llegó al hospital, con el saco mal puesto y expresión de preocupación profunda, ella le tomó la mano como si fuera un salvavidas. —Por favor… —susurró—. No le diga nada a mi mamá. No puede con esto. No quiero que se preocupe ni que venga hasta acá sola. Puede… ¿puede llevarle comida? ¿Asegurarse de que esté bien? El abogado asintió. —Todo lo que necesites, hija. Tu madre no sabrá nada hasta que vos quieras contárselo. Me encargo de ella, te lo prometo. —Gracias —dijo Carolina, con la voz tan fina que parecía quebrarse—. No tengo a nadie más. Vera le acarició el hombro. —No estás sola. Tu abuelo estaría contigo si pudiera… y yo voy a ocupar su lugar mientras haga falta. Carolina volvió a sentir ese nudo insoportable en el pecho. —¿Quién…? —preguntó de golpe—. ¿Quién me donó sangre? Quiero agradecerle. Alguien… alguien me salvó la vida. El médico revisó la planilla. —Un muchacho que estaba en la guardia por una caída en bicicleta. Tenía el tipo de sangre exacto y no dudó ni un segundo. —¿Y su nombre…? —insistió ella, como si saberlo fuera de repente lo único firme a lo cual aferrarse. El médico asintió. —Sí. El donante se llama Gabriel. Veintiocho años. No tenemos apellido, no lo dejó. Solo pidió que te dijeran que esperaba que te recuperes pronto. Gabriel. Un nombre que se le quedó flotando en la mente como una luz tenue en una habitación llena de sombras. No sabía quién era. No sabía cómo era su rostro. No sabía por qué un desconocido se había ofrecido a darle su sangre. Pero ese hombre… ese tal Gabriel… le había salvado la vida cuando la persona que decía amarla no había movido un dedo. Carolina se llevó la mano al pecho, sobre la herida invisible, sobre el hueco donde ya no había vida. —Quiero verlo —susurró—. Quiero agradecerle. Pero el médico negó suavemente. —Ya se fue. No quiso esperar. Y en la mirada nublada de Carolina —mezcla de lágrimas, sombras y miedo— nació la primera chispa de algo que todavía no entendía. Su vida estaba desmoronándose. Su mundo se apagaba. Pero un nombre había quedado encendido en medio de la oscuridad: Gabriel. Ese hombre que le dono sangre ,apareció sin que ella pudiera verlo. El hombre que, sin saberlo, sería el inicio de un destino que recién empezaba a tomar forma






