3 — LA PÉRDIDA DEL BEBÉ

CAPÍTULO 3 — LA PÉRDIDA DEL BEBÉ

Nunca un silencio había sido tan violento como el que envolvía la oficina del abogado cuando Mauro estampó su firma sin leer una sola línea, convencido de que estaba resolviendo un trámite sencillo, un divorcio exprés que él mismo había exigido con la soberbia de quien cree que merece algo mejor.

Sostenía la lapicera con una seguridad irritante, como si nada de lo ocurrido el día anterior le hubiera perforado ni un centímetro del ego; como si haber traicionado a su esposa con la mejor amiga de ella fuera apenas un tropiezo menor.

Carolina lo observaba desde el otro lado de la mesa, inmóvil, con el estómago revuelto y el corazón hundido en el pecho. Le dolía incluso la forma en que él respiraba: rápida, impaciente, ansiosa por sacársela de encima.

No había gestos de culpa.

No había disculpas.

No había humanidad.

Solo desprecio.

—¿Ya está? —preguntó Mauro sin levantar la vista—. ¿Dónde más firmo?

El abogado de los Fontes apenas disimuló una sonrisa seca.

—En la última hoja —indicó, con un brillo satisfecho en los ojos que Carolina supo leer perfectamente.

Ella, aun rota, encontró en ese momento un pensamiento que la sostuvo como un ancla en medio del océano:

No voy a irme con las manos vacías. No después de lo que hicieron.

Mauro firmó sin pestañear.

Sin leer.

Sin sospechar.

Y sin comprender que la ingenua nunca había sido Carolina.

Sandy, sentada más atrás, apretaba la cartera contra su pecho con los dedos clavados en el cuero, sus ojos moviéndose nerviosos como si esperara el estallido de una bomba.

Cuando Mauro terminó, se estiró en la silla como si acabara de renovar una suscripción bancaria.

—Listo. Ahora sí, cada uno por su lado. Vos volvé con tu mamá y yo… bueno, yo tengo mis propios planes.

Planes con Sandy.

Planes hechos con ruinas ajenas.

El abogado juntó las hojas, las acomodó con precisión y se las alcanzó a Carolina.

—Estás divorciada —dijo con una calma quirúrgica—. En 90 días sale la resolución final. No tenés nada de qué preocuparte.

Mauro se giró bruscamente hacia Sandy.

—¿Qué quiere decir este tipo? ¿“Todo”? ¿Qué todo?

Sandy agarró las carpetas antes de que Mauro pudiera tocarlas.

Las abrió.

Leyó.

Y su rostro se transformó en pura furia.

—Mauro… —escupió, con los papeles temblándole en la mano—. Acá dice que la casa se tiene que vender y repartir cincuenta y cincuenta. Y el auto también.

Los ojos de Mauro se abrieron.

—¡¿Qué?! ¡Eso no! ¡Eso lo pagué yo!

Carolina lo miró con una calma helada.

—Lo pagaste con mi sueldo, Mauro. ¿O querés que traiga los recibos?

Él bajó la vista.

Sabía la verdad.

Sabía que había sido un mantenido.

Sabía que sin Carolina no tenía nada.

Sandy pisó fuerte el piso con rabia. Mauro tenía que entrar a trabajar y salió apurado, sin procesar del todo lo que había firmado.

Carolina, en cambio, se despidió del abogado, respiró profundo, y se tocó suavemente el vientre al salir.

Por lo menos ahora sabía algo: no se iba con las manos vacías.

La habían traicionado, sí.

Pero no estaba sola.

Tenía a su madre y a su bebé.

No sabía que la vida le estaba preparando otro golpe.

Carolina avanzaba hacia la calle cuando detrás de ella estalló la voz de Sandy:

—¡Carolina, esperá! ¡Necesitamos hablar! ¡No podés hacerle esto a Mauro! ¡El idiota firmó sin leer, pero no podés dejarlo con la mitad de las cosas!

Carolina giró con una serenidad peligrosa.

—No le estoy sacando nada. Solo estoy reclamando lo que corresponde según la ley.

—¡Vos siempre te creíste superior! —gritó Sandy, caminando hacia ella—. ¿Quién te creés que sos? ¿La víctima santa? ¡Vos también tenías tus secretos!

Carolina sostuvo su mirada.

—Sos la única acá que rompió algo que no te pertenecía. No quieras dar vuelta la historia.

Sandy se acercó aún más, temblando de furia.

—¡Vos estás embarazada! —explotó—. ¡¿Y te creés que por tener un hijo suyo Mauro va a volver con vos?! ¡Sos ridícula!

El aire se congeló.

Y Carolina sintió cómo, esta vez sí, el piso desaparecía.

—¿Quién te dijo…? —susurró, llevándose una mano al vientre.

Sandy ladeó la cabeza, cruel.

—Por favor. Te conozco desde siempre. Las náuseas, los mareos, el sobrecito rosa que vi ayer… No soy tonta.

Carolina tragó saliva, sintiendo que el cuerpo le temblaba entero.

—¿Y decidiste usarlo así? ¿Así querías herirme?

—¡Quería que entendieras que Mauro JAMÁS te quiso! —bramó Sandy—. ¡Ni siquiera ahora que te estás quedando ciega como tu mamá!

Ese fue el golpe final.

La referencia a su madre.

A la enfermedad.

A la posibilidad real de perder la vista.

Y al miedo íntimo, secreto, que Carolina había confiado alguna vez a esa misma mujer.

El estrés subió como un incendio.

Un zumbido estalló en sus oídos.

La visión se volvió oscura en los bordes.

Un dolor animal le atravesó el vientre.

—No… —susurró, doblándose—. No… por favor…

Sandy vio cómo Carolina palidecía.

Cómo tambaleaba.

Cómo los ojos se le perdían.

—Caro… —murmuró, por primera vez sincera—. ¿Caro?

Pero ya era tarde.

Carolina cayó de rodillas.

El cuerpo se rindió.

Un mareo espeso la cubrió por completo.

Y se desplomó en el pavimento.

Sandy retrocedió, ahogada en terror.

—¡CAROLINA! —gimió, corriendo hacia ella—. ¡Levantate, por favor!

Pero Carolina no reaccionaba.

Un hilo rojo empezó a deslizarse entre sus piernas.

Se volvió mancha.

Se volvió hemorragia.

—¡Dios! —susurró Sandy, con las manos temblorosas—. ¡Dios, qué hice!

Marcó emergencias con los dedos rígidos.

—¡Se desangra! ¡Vengan YA!

Fue lo único humano que hizo.

Porque cuando la ambulancia llegó y los paramédicos la subieron, Sandy no le avisó a Mauro.

No dijo que Carolina estaba embarazada.

No dijo que estaba perdiendo al bebé.

No dijo que había sido su culpa.

Se fue.

Como las cobardes.

Como quienes siembran destrucción y nunca enfrentan lo que provocan.

La guardia del hospital era un caos.

Carolina llegó inconsciente, pálida, empapada en sangre.

—Hemorragia masiva —ordenó el médico—. ¡Necesitamos sangre! ¡YA!

Un chico de unos veinte años, con la rodilla raspada por una caída en bicicleta, levantó la mano sin pensarlo.

—Soy donante universal —dijo—. Saquen lo que necesiten.

Y ese desconocido le salvó la vida.

El único acto de bondad que recibió ese día.

Mientras tanto, en una camilla fría, la vida que crecía en su vientre se apagó sin hacer ruido.

Sin despedidas.

Sin tiempo.

Sin justicia.

Carolina despertará más tarde, con la vista más nublada que nunca, el cuerpo vacío y una herida que no sangraba por fuera pero sí por dentro.

Porque esa noche…

perdió más que un bebé.

Perdió lo último que le quedaba del mundo que creía seguro.

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