—¡Padre! ¿Qué haces? No intervengas, yo cuidaré de Beth y de mi hijo.
La voz de Mateo se alzó, intentando sonar firme, pero había algo en su mirada, en su postura, que delataba su inseguridad.
Giancarlo, en cambio, no tenía ninguna duda.
Su expresión era la de un hombre al borde del estallido, un volcán conteniendo su furia.
—¡Cállate! —bramó con un tono que hizo eco en las paredes de la habitación.
Beth, desde su lugar en la cama, se estremeció.
Sus ojos, cargados de agotamiento y dolor, se posaron en Mateo, suplicantes, como si él pudiera hacer algo para calmar la tormenta que se desataba.
Pero Mateo ni siquiera podía calmar la suya.
—¡Ya basta! —intervino una voz más serena, pero firme. Era la voz de Roma, con el rostro sereno y la mirada preocupada solo por Beth—. Alteran a Beth con su discusión. Giancarlo, lleva a Mateo afuera.
El hombre no lo pensó dos veces.
Atrajo a su hijo con brusquedad, tomándolo por el brazo con una fuerza que no permitía resistencia.
Mateo, aunque molesto,