Mateo subió al auto sin hacer preguntas.
No tenía idea de a dónde iban, pero no le importaba. Apretó los labios y se quedó en silencio. No quería más peleas con su padre, no hoy.
El peso de todo lo que había ocurrido lo asfixiaba, y aunque una parte de él quería exigir respuestas, otra solo quería hundirse en su propia miseria.
El auto avanzó por la ciudad, pero Mateo apenas veía las luces pasar. Su mente estaba en otro lugar, atrapada entre el resentimiento, la confusión y el dolor.
***
En el hospital
Roma tomó la mano de Beth con dulzura, sus dedos cálidos y firmes.
—No estás sola, Beth —susurró, con esa voz serena que siempre inspiraba confianza—. Ahora tienes a tu bebé, y también me tienes a mí. Los cuidaré siempre. Serás para mí como otra hija.
Los ojos de Beth se llenaron de lágrimas. Sus labios temblaron antes de formar una sonrisa frágil.
Nunca había sentido un calor así. La ternura de Roma contrastaba con el vacío que había llevado toda su vida.
Su madre había muerto después d