Sí, son tus hijos....

Sebastián fulminó a su esposa con la mirada, aquella mirada penetrante y fría que siempre había logrado intimidar a todos quienes la recibían, excepto a ella, por repetir esas palabras que perforaban su alma como dagas envenenadas, palabras que hacían brotar un torbellino de emociones contradictorias en su interior.

—¡Son mis hijos! ¡Me los ocultaste por siete meses de embarazo!! Te hiciste pasar por muerta cuando estabas viva, y todavía quieres seguirme engañando con mentiras absurdas que no tienen ningún sentido ni fundamento! ¿Crees que voy a creer semejante disparate, que son de alguien más? ¿En serio crees que podría pensar, aunque fuera por un instante, que otro hombre es el padre de esas criaturas?

—¡Son míos Stella, míos y tuyos, fruto de nuestro amor, aunque ahora quieras negarlo para seguir lastimándome como lo has estado haciendo desde que reapareciste en mi vida! No hay duda alguna sobre mí paternidad, por más que intentes sembrar esa semilla de duda en mi mente —exclamó
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