Maldita mujer.
Stella escuchó el llanto de uno de sus pequeños hijos atravesando el silencio nocturno de la mansión, y sin pensarlo dos veces, se incorporó de la cama como había venido haciendo cada noche desde el nacimiento de los gemelos.
El cansancio pesaba sobre sus párpados como si fueran losas de concreto, pero el instinto maternal era mucho más poderoso que cualquier deseo de descanso.
Sus pies descalzos tocaron la fría superficie del suelo de mientras se colocaba apresuradamente la bata de seda sobre su camisón de dormir.
El cabello despeinado caía sobre sus hombros y espalda como una cascada desordenada.
Con pasos apresurados salió y se dirigió a la habitación de sus hijos, guiada únicamente por la tenue luz de las lámparas de noche colocadas a lo largo del corredor.
Al llegar a la habitación infantil, decorada con tonos pastel, Stella se detuvo en el marco de la puerta.
Sebastián ya se encontraba allí, sosteniendo con delicadeza al pequeño bebé lloroso entre sus fuertes brazos.