En el auto, Marina agarró con delicadeza las manos cálidas de Sebastián que tocaban su rostro sonrojado, el cual había sido maltratado por la fuerte presión de Pablo minutos atrás. La marca rojiza en su mejilla izquierda comenzaba a tornarse morada. Pero ella no sentía dolor físico en ese momento, porque su pecho agitado se había reconfortado viendo cómo su esposo, aquel hombre que había jurado odiarla hasta el último día de su vida, la defendía con fiereza de aquel patán despreciable que había osado lastimarla. La sensación de seguridad que la envolvía ahora era como un manto cálido que disipaba cualquier malestar corporal, transformándolo en una calma que solo aparecía cuando se sentía verdaderamente protegida entre sus brazos, los mismos que momentos antes habían sido instrumentos de justicia contra Pablo.Por un segundo fugaz e intenso sintió pavor de cómo Sebastián golpeaba con violencia desmedida a ese hombre, como un animal salvaje liberado de sus cadenas, golpeando una
Aunque Mayra tenía razones de sobra para asesinarlo, Anderson sabía que ella no era capaz de hacer tal cosa. A pesar de las evidencias contra ella, él mantenía su fe ciega en su inocencia. Una vez dudó, y no volvería a cometer el mismo error. Conocía muy bien a su esposa. Desde que ella tenía diecisiete años y sus ojos brillaban con la inocencia de quien apenas comienza a descubrir el mundo, compartió momentos de tristeza desgarradora, desdicha aplastante y felicidad desbordante que marcaron cada capítulo de su historia común. A través de las adversidades y triunfos, había aprendido a reconocer sus virtudes más nobles y sus defectos más humanos, catalogándolos en su mente como un bibliotecario que organiza manuscritos preciosos. Nadie más que él la conocía mejor; y si algo sabía era que su esposa jamás mataría ni una mosca indefensa, mucho menos atentaría contra la vida del hombre que, a pesar de sus problemas, había sido el centro de su universo.—No voy a creer en tus menti
Los médicos llegaron. Sin perder un segundo decidieron administrar una nueva dosis de sedantes potentes que sumergieron al paciente en un sueño profundo y necesario.Con voz autoritaria el médico jefe, decretó la prohibición absoluta de visitas hasta que el paciente mostrara signos de mejoría. Marina, con el corazón martilleándole contra el pecho y la respiración entrecortada por el pánico que sentía, abandonó la habitación. Sus pasos resonaron como truenos lejanos en el suelo mientras corría desesperadamente hacia la salida del hospital, esquivando enfermeras atareadas y pacientes que deambulaban por los pasillos. El sudor frío perlaba su frente mientras la angustia le atenazaba la garganta, impidiéndole respirar con normalidad. Su único objetivo era obtener información sobre el paradero de Mayra. La incertidumbre sobre su destino creaba un vacío doloroso en su estómago, y cada segundo de desconocimiento era como una aguja clavándose en su conciencia.Sebastián la alcanzó a
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Sebastián una vez que estuvieron en su vehículo, alejándose rápidamente del hospitalario antes de que alguien notara la ausencia del paciente y diera la alarma. —Continúa por ahí —señaló Anderson con voz débil, mientras extraía del bolsillo de su chaqueta un frasco de pastillas para el dolor que la enfermera, en un último gesto le había proporcionado antes de despedirse. Con manos temblorosas, logró abrir el recipiente y tragó dos comprimidos sin agua, esperando que aliviaran pronto el dolor que sentía en cada uno de sus huesos maltratados. —Ahora me tomas como tu chófer —reprochó con un tono que mezclaba irritación y resignación, mientras seguía las indicaciones de Anderson y giraba en la dirección señalada. —Señor Arteaga, créame que, si pudiera manejar, tomaría el volante y no iría a esta lentitud —replicó Anderson con una sombra de humor negro en su voz quebrada, enfatizando que la situación actual no era precisamente su elección prefer
Anderson apretó a su hermano, las lágrimas cayeron abundantes y sin control como gotas de agua helada en el más crudo invierno. Era su hermano, su propia sangre, aunque desde la adolescencia no había existido una buena relación entre ellos, lo amaba, lo quería con esa intensidad inexplicable que solo puede sentirse por un hermano menor. Ese vínculo invisible que, pese a los años de distancia y rencores, permanecía intacto, recordándole que, sin importar las circunstancias, seguían siendo familia. Los recuerdos de su infancia compartida inundaban su mente: tardes de juegos, secretos susurrados bajo las sábanas durante noches de tormenta, promesas infantiles de protección que ahora se desvanecían. El tiempo había pasado entre disputas y silencios prolongados, pero en ese instante, todo quedaba reducido a la esencia más pura del amor que nunca había desaparecido realmente.Le dolía verlo así, desangrándose lentamente, sin un atisbo de vida en aquella mirada que alguna vez brilló
Mayra se encontraba parada frente a la fosa donde lentamente iba descendiendo el ataúd de Mario.El cielo gris de aquella mañana parecía reflejar el estado de ánimo de los presentes, exclusivamente de la madre, mientras las nubes amenazaban con descargar una torrente lluvia que, quizás, limpiaría las calles y suciedad de cada rincón de la ciudad, Pero no el dolor que sentían esa madre.Los recuerdos de todo lo sucedido se agolpaban en la mente de Mayra como un torbellino, mientras observaba cómo la tierra comenzaba a cubrir el féretro de quien tanto daño le había causado, pero que al final, había buscado la redención con sus últimas palabras. Su suegra, cuyo rostro reflejaba años de sufrimiento y penas acumuladas, sollozaba a su lado, aferrándose al brazo de Mayra como buscando un apoyo que la mantuviera en pie ante la pérdida de uno de sus hijos. Con voz entrecortada y ahogada por el llanto, musitó.—Mis hijos te han hecho mucho daño durante. Aún así, cuidas de uno en el hospi
Sebastián ojeo las hojas que le habían entregado, sintiendo cómo cada página que pasaba entre sus dedos parecía pesar toneladas. En su rostro serio y tenso, era prácticamente imposible descifrar qué estaba cruzando por sus pensamientos. Sus ojos, normalmente calculadores y fríos como el hielo ártico, recorrían línea tras línea mientras su mandíbula se tensaba bajo la tenue luz del sol que se filtraba en su oficina. —Señor, es toda la información que se recopiló de Marina Benavidez durante las últimas tres semanas de investigación. No quedó piedra sin remover ni contacto sin consultar en el barrio donde creció, tal como usted ordenó —explicó el subordinado con voz ligeramente temblorosa, consciente de que era el mensajero de noticias devastadoras para su poderoso empleador, cuyo temperamento era legendario entre el personal. —¿De dónde carajos sacaste esta información? ¿Quién te proporcionó estos datos? —inquirió con voz controlada, mientras sus nudillos comenzaban a blanque
Sebastián bebió otra copa con amargura, mientras escuchaba a los hombres cerca de él, hablando de Marina, y de cómo habían disfrutado su cuerpo cada vez que pagaban por ella. El licor quemaba su garganta, pero no tanto como las palabras que taladraban sus oídos sin misericordia. La música estridente del lugar apenas lograba amortiguar las conversaciones que se filtraban como veneno en su mente. Sebastián apretaba el vaso con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos, mientras los recuerdos de su matrimonio feliz se desmoronaban con cada palabra que escuchaba. Los hombres reían sin percatarse de su presencia, (o quizás si sabían quien era) compartiendo detalles que destrozaban cada segundo de felicidad que había construido con Marina durante los últimos meses. —Es tan bonita, tan sabrosita, que no puedes resistirte a tocarla —dijo uno de los hombres más cercanos, al cual Sebastián le estrelló su puño con furia desmedida. El impacto resonó en el local como un tr