Ya quiero ver el mundo arder.
El Rolls-Royce Phantom giró con elegancia hacia la explanada iluminada del Museo de Artes Decorativas.
En cuanto las ruedas acariciaron la alfombra marfil que Lyon Group había desplegado para la ocasión, los focos de la prensa se encendieron como una sinfonía de fuegos artificiales, estallando con luz y fervor.
El chofer, vestido con un impecable uniforme negro, descendió con la solemnidad de un mayordomo de palacio, rodeó la carrocería con pasos calculados y abrió la puerta trasera con una reverencia apenas perceptible.
Primero emergió una sandalia blanca, de tacón imposible, con una pulsera fina abrazando el tobillo y el empeine completamente descubierto.
Bastó ese detalle para que los fotógrafos dispararan sus cámaras en ráfaga, como si presenciaran una aparición divina. Luego, sin premura, como si el tiempo le obedeciera, surgió Isabella Moretti Deveraux. Lo hizo con la serenidad de quien no necesita reclamar territorio porque el territorio, por instinto, se rinde ante su presenci