Un hombre con sentimientos.
La noche cayó sin prisa y cubrió la villa de Isabella, tiñendo cada rincón con un silencio que invitaba a bajar la voz. Afuera, la ciudad seguía viva con su ruido lejano, pero dentro todo parecía haberse detenido, como si cada minuto buscara estirarse y permitirles quedarse un poco más en ese instante.
Isabella sintió que ese respiro era un paréntesis necesario, mientras Gabriel, a unos metros, también parecía consciente de que había algo distinto flotando en el aire.
No había palabras de sobra ni silencios que incomodaran, únicamente la presencia viva del otro, acompañada de esa tensión ligera que se colaba en las miradas y en el ritmo acompasado de la respiración, como si ambos supieran que algo estaba naciendo allí sin necesidad de decirlo.
Ni siquiera Cloe había aparecido en todo el día.
Gabriel, con el saco colgado en el respaldo de la silla, se movía con una soltura que revelaba que, al menos esa noche, había dejado atrás cualquier formalidad. La camisa desabotonada hasta la mit